En La maldición de Hill House (Netflix), Steve, uno de los protagonistas, se gana la vida escribiendo sobre casas tomadas por espíritus, incluida la de su propia familia. Es este libro, su experiencia autobiográfica novelada, el que más beneficios le ha proporcionado, salvándole incluso de la ruina. Steve, sin embargo, no cree en los fenómenos paranormales. Su actitud es un tanto cínica: publica esas historias ficticias por dinero pero desprecia a quienes las interpretan como si fueran hechos reales. En uno de los episodios, Steve, hablando con una lectora que piensa que ha visto un fantasma, se confiesa: “Yo he visto muchos fantasmas. Simplemente no de la manera en que piensas. Un fantasma puede ser muchas cosas. Puede ser un recuerdo, un ensueño, un secreto. También el dolor, la ira, la culpa. Pero, según mi experiencia, la mayoría de las veces son solo cosas que queremos ver”.

La serie es de Mike Flanagan (Absentia, Oculus, Hush), uno de los directores más brillantes en el cine de terror actual. Flanagan estrenó hace poco La maldición de Bly Manor. Ambas “maldiciones” están ambientadas en dos lugares geográficos distintos (Estados Unidos e Inglaterra). La primera es una adaptación de la novela homónima de Shirley Jackson y la segunda se inspira en Otra vuelta de tuerca, la breve novela de Henry James. En esta antología transatlántica de relatos góticos, los personajes se enfrentan a unos fantasmas que aparecen como consecuencia de diversos traumas: la enfermedad, la mentira, la ocultación de la orientación sexual, la infidelidad, las adicciones, la muerte. Los espectadores también se someten al espectáculo visual de lo siniestro, representado a través de monstruos, posesiones y muñecos diabólicos; la noche sigue siendo esa zona oscura habitada por espectros que nos observan y nos persiguen. Pero, si uno pretende descifrar el origen del miedo, es necesario lidiar con lo real: preguntarnos qué les atormenta a esas personas para identificar al boogeyman de sus pesadillas.

El año 2020 supuso, desde sus inicios, un año de desasosiego, de muchas pérdidas (humanas y económicas) y de sufrimiento. Ahora, si finalmente las vacunas facilitan la ansiada recuperación, vendrá el momento de las secuelas, de la memoria herida, de ese trauma personal que emerge tras la tragedia colectiva. Ahora, en suma, vendrá el momento de los fantasmas. Las escenas que tuvieron que presenciar los miembros del personal sanitario en los hospitales. Las despedidas fugaces de los seres queridos y los funerales aplazados. El cierre (algunos prácticamente definitivos) de todo tipo de negocios, diurnos y nocturnos. Las ciudades, que fueron perdiendo progresivamente su identidad, desfiguradas debido a los movimientos migratorios que provocó el virus. El aislamiento de los mayores y la incertidumbre para los jóvenes. Los errores cometidos por las autoridades (gubernamentales, regionales, locales) en la gestión de la pandemia. La rabia de los ciudadanos al observar cómo se ha utilizado la mentira, la demagogia y la propaganda con el único objetivo de permanecer en el poder. Los efectos letales de las noticias falsas. El resentimiento y el odio hacia el adversario político. La soledad y la muerte. De cómo lidiemos con esos fantasmas no solo dependerá la recuperación económica sino el futuro de las democracias. Porque, como dice Flora en La maldición de Bly Manor, “morir no significa irse”.