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Lealtad

Con esa buena disposición que solemos tener generalmente los gallegos para acoger a cuantos nos visitan, acudimos al Parador Conde de Gondomar dispuestos a cumplimentar el encargo recibido: “El pasado jueves llegaron a Baiona en barco unos amigos nuestros, de muchos años, buena gente; si podéis, hacedle una visita, quedarían encantados. Os lo agradecería mucho”.

¿Quién puede resistir una petición así cuando quien te la hace es tu propia suegra, a la que además tienes un enorme cariño? ¡Allá nos fuimos! Con la natural satisfacción de su hija, como no podía ser de otro modo. Contaba también con la enorme ventaja de que cualquier malentendido, desavenencia o incluso reyerta, pues he de decir que algunos eran ingleses, quedaría fácilmente mitigada por la belleza del entorno mágico de una villa tan excepcional como querida. Esta particular circunstancias me ofrecía sin duda la seguridad de que sería una tarde agradable, como así fue.

Después del oportuno intercambio de saludos y la habitual fijación de personas, ocupaciones y destinos, y no sólo por mi parte, nos dispusimos hacia esos lugares que suelen escapar habitualmente a quienes como en su día Alonso Pinzón arriban por primera vez a Baiona: la Virgen de la Roca, Cabo Silleiro, Sabarís. Puestos al día sobre las connivencias y desavenencias históricas de La Real con romanos, portugueses, ingleses o godos, y supliendo convenientemente la imaginación alguna que otra laguna, disculpable en todo caso ante tanta demanda y la intrascendencia del momento, nos encaminamos a uno de esos templos gastronómicos de singular excelencia. Que en Baiona lo son todos.

Con un gesto amable, pero a la vez imperativo, fui invitado a sentarme al lado de una persona con especial relevancia en la siempre enredada y alambicada sociedad inglesa. Lo fui descubriendo a medida que arremolinaba sus sentidos sobre una bien pertrechada fuente de marisco, a la que por su parte rendía pleitesía un sublime Terras Gauda. Uno y otro, de la mano, a modo de pentotal, fueron quebrando la habitual contención verbal inglesa de todo lord que se precie. Circunstancia ésta de la que había sido informado, e incluso advertido.

Me relataba con un pasional orgullo británico que había acompañado a la princesa Ana de Inglaterra a la Barcelona Olímpica, hoy tan lejana como olvidada, con motivo de la celebración de una reunión con el COE español. Él mismo había representado a su país en vela. Y he de reconocer que, sin que mediara intención, había llegado a herir sus profundos sentimientos patrios. En la cumbre había estado departiendo largamente con Constantino de Grecia, hermano de nuestra siempre querida Reina Sofía, con la que afortunadamente tan pocas cosas guarda en común, más allá de la estirpe. “Antes de que transcurran diez años estaré de nuevo reinando en Grecia”, le dijo. No pude reprimir un comentario al que en ese momento no di más relevancia que un mero chascarrillo: “Creo que Constantino será rey de los griegos cuando Charles lo sea de Inglaterra. Nunca”. Irguiendo su torso con una aparente altivez como para recomponer su hidalguía, repuso al instante: “Charles será sin duda rey de Inglaterra. Charles solo cometió un error en su vida, casarse con una inmature. Diana debía saber que ella no se casaba para ser una esposa, sino para ser reina y sobre todo la madre del futuro rey de Inglaterra.”.

Una discreta pero indisimulada disculpa y sobre todo el buen hacer del restaurador nos permitió proseguir solícitos por los avatares de una magnifica velada, y devolver las aguas a un agradable curso.

No logro saber hasta qué punto erraba mi contertulio, sobre todo cuando se trata de tu propio país. Qué es lo importante y qué lo accesorio. Quiero no obstante traer este capítulo a colación en un momento en el que asistimos al deleznable y tribal espectáculo del ultraje a la vida de tantas personas de diferente relevancia social, cultural o política, y que son paseadas de modo inmisericorde por los más irredentos callejones de la zafiedad. Unas veces, al carecer de argumentos con los que afrontarlos y otras, las más, por un mero afán vindicativo, tan secularmente enraizado en esta piel de toro. Y convengamos que, por su particular historial, para tirar la primera piedra alguno tendría que utilizar una grúa pórtico.

España vuelve a ser hoy un coto de caza donde cuanto más importante es la pieza, mayor el empeño en abatirla, con perdigón o con posta, pero siempre con la misma publicidad y escarnio con los que el Árbol de Tyburn, aquel desdichado patíbulo londinense que puso el epilogo a más de cincuenta mil vidas.

Y es que, más allá de la particular circunstancia de cada uno, ha de alzarse inquebrantable la lealtad para con los demás, que no es otra cosa que lealtad y agradecimiento a tu propio país y a quienes le hicieron y le siguen haciendo grande cada día.

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