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Hogar

Llevaba meses recorriendo bares, fondas, ventas y mesones, sin que mis batidas se hubieran visto correspondidas. Sin ser mis demandas de especial exigencia, he de reconocer que en los diversos lugares encontraba a menudo complacencia y buena mesa. La franca disposición suele ser norma al uso en todo galaico restaurador, aunque no siempre dé vida a esa máxima del magnífico Centro Superior de Hostelería de Galicia, según la cual el cliente ha de ser siempre mimado, que para eso acude, para que en el dormir o en el comer sea siempre mimado. Cierto es que no todos comparten tal criterio, algunos ni siquiera lo sitúan don Nerón escondió su lira, aunque no por ello dejen de dar cumplida satisfacción a su abnegada clientela. Cuantas veces escuchamos: ¡te trata a patadas, pero cocina como los ángeles! Honestamente, dudo que a los santos custodios les cause ni pizca de gracia la comparación con tales personajes, por virtuosas que sean sus manos.

Por ello, he admitido siempre que toparme con Ana en aquel restaurante fue como encontrar un oasis en el desierto de mis aprehensiones. La perfecta respuesta a una callada invocación que, sin reparar en la entidad de mi empeño, acertó a erradicar en mi toda inquietud. Me recibió con la misma generosa y predispuesta sonrisa con la que acoge a los cientos de comensales que a diario acuden al templo gastronómico que dirige junto a sus padres, primos y afines. Todos ellos me dispensaron con pertinaz familiaridad y durante cinco magníficos años un trato que, puedo dar fe, logró superar en ocasiones las excelencias de su afamado condumio. Porque nada hay tan sano, gratificante y solidario que comer en familia, y a su lado cada almuerzo era compartir afecto, hogar y pucheros. ¡Habrá dicha más grande!

He de reconocer francamente que la vida me ha premiado con una infancia feliz. Nací en la familia que quería, de los padres que anhelaba, con los hermanos que esperaba y aprendiendo cada día de los amigos que la vida con generosidad ha ido poniendo en mi camino, no sin cierta inconsciencia a veces. Pero, aún con sentirme por ello un privilegiado, no lo soy más que la inmensa mayoría. ¿Quién, acaso, no vive en la certeza de que su familia es la mejor? Que habiendo encomendando su dicha y su fortuna a la comparación y al cotejo, no adviertan mayor oportunidad que la genética herencia recibida. Y que más allá de una realidad susceptible de todo tipo de pruebas y balances, subyace la verdad de una existencia sabiamente ordenada. Y que cada cual lo atribuya según su conciencia. La mía, he de decir, la tengo confiada al Gran Hacedor.

Soy de los que acuden con frecuencia a las raíces de nuestra historia y tal vez por ello tiendo a dar valor a lo importante, llegando a la convicción, al menos así lo entiendo, de que pocas cosas nos enseñan tanto en la vida como la comida familiar. Esa en la que abuelos, padres e hijos comparten mantel, viandas, historias, alegrías, penas y hasta desavenencias. Que sin duda todo forma parte de la vida. A su calor se ensanchan vocabularios, se suman experiencias, se aprenden comportamientos, se aúnan voluntades y además se repone el cuerpo. ¿Qué más se puede pedir? Tal vez por este acopio de virtudes decía nuestro gran Álvaro Cunqueiro que la comida era siempre un acto de inteligencia. La misma que llevaba a mi querido suegro, Paddy, a recorrer los sesenta kilómetros que le separaban de los cinco minutos exactos en que apuraba cada mediodía un sándwich con su familia. Sabía que estaba invirtiendo en afecto y amplia fue su recompensa.

Y es que cada invitado a una comida familiar ha de estar en la plena consciencia de saberse llamado a un supremo ritual en el que se eleva el comer a excelso acto de solidaridad, de cultura, de afecto, también de historia. Que va a participar en una armonía de emociones en la que no ha de ver proscritas las suyas. También él es llamado a dar cuenta y razón de su vida. Reparar en todo caso que, aun siendo padre, hijo, amigo o indiferente, también uno ha sido convocado a un acto solemne, y por tanto ha de corresponder en consecuencia. Bien decía Epicuro, aquel filósofo griego para quien el placer era el fundamento de la vida, que más importante que el comer era encontrar los adecuados comensales. Tanta importancia daba a quien era convocado.

Hoy, cuando los horarios, las prisas, el móvil, la televisión y tantos otros enemigos embisten con cruel fiereza la pausada, reconfortante y sublime comida familiar, no puedo más que invocar en silencio a esa particular Ana que a todos nos aguarda con la misma sonrisa que mi generosa y eterna amiga. Tenga el nombre de nuestra madre, esposa, padre, hermano, amigo, o cualquier otro dispuesto a hacernos comprender que el primer paso hacia la dicha es seguir compartiendo el generoso hogar cuya lumbre nos ha ido modelando, ese al que tantas veces ignoramos. Lo sea por imposibilidad, o simplemente por descuido, comodidad, indiferencia o molicie.

Soy sin embargo de la convicción de que casi siempre estamos a tiempo de reparar agravios, o simplemente de remediar descuidos.

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