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escambullado no abisal

WTF

Hace poco entrevisté por teléfono al alcalde de Vigo mientras freía unas patatas y cazaba un grillo que se había escapado de la caja de mi rana Matilda. Me las arreglé a duras penas para no cazar al alcalde, freír el grillo y entrevistar a las patatas. "Esto debe ser la nueva normalidad", le dije a Matilda, que siempre me mira en plan WTF, la muy moderna, como si no comprendiese nada. LOL, le contesto yo, que soy un cuarentón guay, como bien sabe mi hija adolescente.

El confinamiento y el teletrabajo han volteado los protocolos. La mayoría de estos artículos los he escrito en pijama, cosa que en el Faro me dejaron claro desde el primer día que no me consentirían en la redacción. Mi desescalada ha consistido en mudarme al chándal. La etiqueta va ligada a lo que resulta visible. Siempre nos habíamos imaginado en calzoncillos a los presentadores de telediario. Seguramente era así y por eso los han obligado a pasear por el plató. De la persona que nos habla por videoconferencia solo nos concierne la carne que la pantalla enmarca. Podría ir con sandalias, grebas y faldón, como un hoplita espartano en las Termópilas, y no nos enteraríamos. La Quimera sería león, cabra o dragón según la enfocasen; el Minotauro, toro o Cayetano.

Cuesta adaptar a los acontecimientos cambiantes unas reglas que se habían codificado durante siglos sobre el cara a cara. Muchas amistades se han roto a causa de un uso deficiente de los emoticonos, que sustituyen a la gestualidad, y la gente modifica su personalidad en función de qué red social esté empleando. Unos límites se difuminan y otros se erigen. A cada oficio se le suponían una actitud y una indumentaria. Aznar siempre poseyó esos abdominales marmóreos como Rajoy su tripa amable, pero el traje azul los hermanaba en la dignidad presidencial. Hoy los roles públicos y privados se confunden igual que los espacios, hogar, terraza y oficina, en un totum revolutum. Entre el primer y el segundo párrafo me he bebido una cerveza, cosa que en el Faro me dejaron claro desde el primer día que no me consentirían en la redacción.

Lo que la pandemia ha alterado sobre todo es el manejo de las distancias propias. Las personas nos componemos de cuerpo, espacio aéreo y aguas jurisdiccionales. Un territorio de manejo preciso en función de la situación y la confianza. Tanto nos incomodaba un extraño demasiado próximo como un íntimo demasiado alejado. Todos se apelotonan ahora en la frontera de la mascarilla y los dos metros, como inmigrantes en la cola de la aduana.

Me sigo sintiendo culpable por no aguantarle la puerta del ascensor al vecino, aunque el cartelito nos recomiende subir de uno en uno. Temo que Trump me catalogue como terrorista si intento ayudar a una señora mayor con las bolsas de la compra. Si levanto a alguien que se ha caído, podría entenderse que pretendo rematarlo con mi aliento asintomático. Es un retenerse y recalcular en lo que solíamos realizar de manera automática; países de nosotros mismos, hemos pasado del libre comercio a la autarquía.

Yo era muy de tocar, dentro de los límites legales y morales; una palmada en el hombro, una caricia en la mejilla, un apretón de manos. Esos tiempos han pasado. Abrazaría a todos mis compañeros de redacción, pero no se me consiente. Tampoco a mi hija mayor le gusta que siga llamándole "mi princesa de ojos tristes", aunque la besaré como a la niña que era al concluir este artículo porque para mí siempre permanecerá en esa fase. Matilda me mira y piensa: WTF.

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