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Días de cuarentena

Que la amenaza que sobre todos nosotros se cierne a causa de esta inesperada y horrible pandemia ha servido de aliciente para la unión y la solidaridad, es un hecho que hemos tenido ocasión de comprobar estos días. Médicos jubilados (¡tantos que lo fueron injusta y precipitadamente!) que ofrecen su colaboración asistencial, taxistas que transportan gratuitamente al personal sanitario, jóvenes que se ofrecen a hacer la compra a sus convecinos, personal de supermercados a pie de obra, policías y militares que cuidan de este orden de excepción, gente que ayuda a los que ayudan. Todos a una. Y a la caída del sol, una llamarada coral de aplausos crepita sonoramente por todos los rincones. Para sí quisieran algunos votación tan unánime y agradecida.

La desgracia une, la incertidumbre del enemigo invisible hermana a los inquietados, es la sobrevivencia un reto y una venganza arrogante.

Somos ahora mismo ciudadanos de clausura. Este estado de cuasiprisión preventiva en que vivimos crea formas inusuales de comunicación de vivienda a vivienda, de balcón a balcón, como los presos que, sin verse, se comunican de celda a celda, con palabras, con sonidos. Las ventanas se llenan de voces y de música. Toda una experiencia novedosa e impresionante.

Pero todo esto ocurre en los espacios de reclusión. En la calle todo es diferente. Es la otra cara de la moneda. La de las miradas de temor y sospecha, el distanciamiento, los gestos de recelo. Cada cual camina solo ante el peligro. Aquí no hay hermanamiento. Cualquier otro viandante es potencial cómplice de un enemigo que nadie sabe dónde se esconde, en qué manos viaja, en qué rostro se agazapa.

El otro día, antes aún de la orden de autoencierro, caminaba por la acera; de frente viene una joven; toso; ella, antes de llegar a mi altura, se baja de la acera y pone distancia entre los dos. Entro en el quiosco y, al verme, una cliente retrocede dos pasos para apartarse de mí. Pido disculpas y salgo fuera. Voy al supermercado; otros clientes deambulan por sus corredores; alguno me ve y se detiene, parece que duda entre seguir o desviarse. Emboscado tras su antifaz blanco, me mira. Se ajusta la mascarilla y echa a andar. Otro espera distanciado a que yo abandone la estantería antes de acercarse a ella. Todos somos sospechosos, todos sospechamos de todos. No hay presunción de inocencia que valga. Todos podemos ser involuntarios aliados del minúsculo y voraz enemigo.

Por decreto nos separan, nos alejan, ponen aire de por medio. Un metro, metro y medio. Saludos a distancia. Hasta la palabra cercana puede herirnos. ¡Quién lo diría! La autoridad ha derogado temporalmente los apretones de manos, los abrazos y los besos. Ahora nos damos cuenta de hasta qué punto los necesitamos, en qué medida son movimiento del espíritu más que del cuerpo. ¡Ay, si lo hubiese sabido antes de la cuarentena! Cuarenta abrazos, uno por cada día de encierro, hubiese dado a los míos que ya no veo a diario, cuarenta besos a mi pequeña Lola para saborearlos en la memoria.

Y pensar que para algunos necios no hubo reserva más importante que la de rollos de papel higiénico: ¿acaso esperaban amortajarse con ellos?

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