Muchos de nuestros lectores pueden mostrarse sobresaltados y aturdidos por los acontecimientos, noticias, sucesos y sucedidos actuales, y por el convencimiento de que en otro tiempo no era así. Sin quitarle importancia al devenir de nuestro tiempo y sus hechos, que sí la tienen, no debemos olvidar que los hombres escondemos la tendencia a creer que nos ha tocado vivir la peor de las épocas y que lo que está pasando aquí no pasa en ninguna parte. Y, por si no fuese suficiente, lo comparamos con un supuesto pasado ordenado, esplendoroso y tranquilo. En palabras de Cervantes: "Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados?". Sin embargo, si reflexionamos sobre la situación y los acontecimientos desde la perspectiva histórica comprobamos que hay mucho de repetición y poco de nuevo. Lo que viene a confirmar la manida frase, de autoría disputada, que en palabras del filósofo español George Santayana textualmente afirma: "Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo".

La lectura de los artículos y crónicas de Julio Camba, Pío Baroja, Wenceslao Fernández-Flórez, Azorín, Antonio Azpeitua y otros, publicados hace un siglo, y recopilados por "Prensa Española" en Biblioteca de un Siglo (Madrid, 1987), nos permite establecer ciertos paralelismos entre lo que ahora ocurre y lo que acontecía hace cien años. Los cambios políticos, los intentos golpistas y otros acontecimientos menores se sucedían de forma muy parecida a la actual; incluso se desarrollaba una mortífera gran epidemia de gripe, hoy, salvando características y distancia, remedada por la epidemia de coronavirus ( Covid 19).

Permítanme que establezca hoy los primeros de estos paralelismos, que no serán los últimos. No los tomen al pie de la letra, ni completamente en serio, pero tampoco totalmente en broma.

Los bolsillos y la propiedad privada. Una de estas mañanas he escuchado, en una emisora de radio, que se están dando pasos para suprimir la propiedad privada. Uno sabe poco de eso, pero parece que algo se hace en ese sentido. Sirva de ejemplo la ministra ha puesto en duda, o al menos no lo ha sabido explicar, que la educación es individual y responsabilidad de los padres, mientras en demasiados centros se permite adoctrinar a los niños. Ese mismo día, al mediodía he visto, en una cadena de televisión, cómo en una pasarela los modelos llevaban trajes que carecían de bolsillos. Esto trajo inmediatamente a mi memoria un artículo de Julio Camba, escrito en 1917. El suelto hacía referencia a que en el Casino de San Sebastián los empleados de las mesas de juego llevaban uniformes que carecían de bolsillos, con lo que no podían guardar ni una sola perra chica. Con esta medida se quitaría el sentido de la propiedad para el dinero ajeno. Camba relacionaba la providencia con el oso de Atta Troll. El sueño de una noche de verano, inmortalizado por Heinrich Heine. Según Atta Troll "los hombres son unos animales infelices y depravados, y todo su mal proviene de la invención de los bolsillos [?] Desgraciadamente los hombres inventaron los bolsillos, y desde entonces cada uno trata de meter en los suyos lo que debiera estar a disposición de todos?". Uno, como casi todo está subvencionado, no pudo por menos que reflexionar sobre la posibilidad de que el diseñador de los trajes sin bolsillo también lo estuviese. En fin, como todo es opinable; no obstante, sí me surge una pregunta: ¿La supresión de los bolsillos sería una primera medida encaminada a la supresión de lo privado? Y si uno fuese pesimista, añadiría que sería un primer paso hacia la supresión de la libertad de empresa y de las libertades individuales. Si tal se diese, en los países totalitarios suprimirían los bolsillos por inútiles y al menos, que yo sepa, no lo han hecho. Acaso todo esto es excesivo, un simple juguete nimio.

La "quincallería retórica" de nuestros políticos. No hace falta haber estudiado filología, solo tener los conocimientos básicos de lingüística para advertir que muchos de nuestros políticos actuales muestran, en sus intervenciones en el parlamento y en sus declaraciones a los medios de comunicación, un desconocimiento del uso correcto del lenguaje. Ustedes pueden encontrar justificación parcial en una bien intencionada ayuda a la igualdad de género, lo que le ha llevado a una bufa y frustrada intervención ante la Real Academia. Es mucho más que eso. El lenguaje de bastantes políticos se ha degradado de forma progresiva hasta exhibir un apabullante desconocimiento de las reglas comunes que han de seguir los hombres cuando quieren comunicar sus pensamientos al hablar o escribir. Con esta finalidad, el viejo libro de retórica de José Gómez Hermosilla ( Arte de hablar en prosa y verso, 1839), decía que hay dos exigencias. La primera es que los pensamientos han de ser "verdaderos, claros, nuevos, naturales, sólidos, y acomodados al tono general y dominante de la alocución en que se quiera introducirlos". Y la segunda es que para expresarlos se han de seguir determinadas reglas comunes. Además, no solo es que nuestros representantes y gobernantes trasgredan las reglas del arte de hablar, es que, en bastantes casos, su ridiculez es extrema, su grandilocuencia es pomposa, su tono unas veces amenazante, en ocasiones colérico, otras lacrimógeno y sus faltas de educación notorias.

Ante esta situación, que aunque no sea eterna no sabemos lo que durará, uno piensa si no habría que exigirles a esos políticos que antes de entrar en funciones de gobierno o como parlamentarios, siguieran un curso de retórica, o al menos leyesen alguno de los válidos y sencillos manuales para el buen uso del idioma. Quizá es que la que ellos siguen podría catalogarse, en palabras de Leopoldo Cano, de "quincallería retórica". Y mi ánimo no es vejarlos. Cuánto nos gustaría presenciar unos debates profundos y constructivos, en los que, sin perder contundencia, se conservasen las formas hasta en las cuestiones graves y difíciles. Y siempre, pero siempre, en los que sus señorías siguiesen el arte del buen hablar; aunque solamente fuese para dar apropiado ejemplo a nosotros, sus ciudadanos.

La cuestión catalana. Cataluña es un gran pueblo, entrañable y laborioso, al que uno considera digno de todo amor y esperanza. Nunca olvidaré que durante años, cuando era responsable de la Jefatura del Departamento Pediátrico ourensano, trasladamos a muchos niños enfermos a sus hospitales, en los que fueron recibidos con los brazos abiertos, para que le aplicaran procedimientos diagnósticos y tratamientos que no estaban a nuestro alcance. Muchos de aquellos pacientes, hoy adultos sanos, pueden dar testimonio de ello. También está en mi memoria el aprendizaje realizado allí por nuestros pediatras en las diferentes subespecialidades, que después pudieron desarrollar en Ourense, evitando los inconvenientes y costes de los desplazamientos. Asimismo yo personalmente fui allí de forma repetida y pude recibir sus enseñanzas. Siempre me sentí bien acogido por sus gentes, es más, me sentí apreciado, dentro y fuera de sus instituciones sanitarias.

Hecho este reconocimiento, no se nos oculta que el problema catalán existe, no es nuevo, sino secular, con exacerbaciones periódicas. Nadie duda que otra vez se ha vivido recientemente un momento peligroso en la historia de Cataluña y de sus gentes, momento de ideas atrevidas y, lo que es peor, momento de ejercicio de fuerza física, con riesgo para los que la provocaban y para los que, en ejercicio de sus funciones, trataron de evitarlo. Por encima, la desorientación, el desgobierno, el simbolismo excesivo y las pulsiones identitarias son evidentes. La realidad es que la separación espiritual de Cataluña con respecto a España es progresiva y cada vez mayor, alimentada desde supuestas superioridades, el desconocimiento y la tergiversación histórica. Los jueces han dictado que ha habido sedición. Es innegable que hay dos Cataluñas: la Cataluña nacionalista que quiere ser independiente, y la Cataluña española y constitucional. En ellas, algunos se exaltan inmoderadamente, otros guardan silencio y hasta evitan el tema en sus tertulias familiares. Unos exhiben triunfalismo, otros aplanamiento y hasta vergüenza.

Azorín, el 1 de mayo de 1917, a propósito del nacionalismo catalán escribía: "Hagan lo que hagan los nacionalistas, no podrán convencernos de que su tesis es liberal, humana y progresiva. No, frente a la afirmación terminante, dogmática de una nacionalidad, y frente a su fomento y corroboración por todos los medios (política, literatura, filología, etc.) está el ensanchamiento de la sociedad humana, el borrar las fronteras, el acabar con los antagonismos que dividen a los pueblos, el formar de toda la humanidad una gran familia".

Este escribidor de ustedes, desde su aldea de Boimorto, en Ourense, ha nacido, vivido y trabajado en y por Galicia, a la que quiere profundamente, pero su mentalidad está muy lejos del aldeanismo; se siente a la vez gallego, español y europeo. Y, frente a quien quiera imponer su particular mesianismo excluyente, hace suyas las palabras del citado autor monovero: "?lo verdaderamente, lo profundamente europeo, humano, liberal y progresivo es lo otro: la desaparición de las fronteras, la atenuación de las nacionalidades, la marcha del hombre hacia la universalización". Mientras esto no sea posible ahondemos la comunidad de afectos, sentimientos y amistad. Sería una universalización sentimental, pero sería.

Lo que ha pasado en Cataluña, ha pasado, pero el conflicto político y social continúa, y ha de solucionarse. Si el dialogo abierto y transparente es la solución, bienvenido sea. Lo malo es que da la sensación que una de las Cataluñas está ausente o al menos su presencia no transciende. Incluso puede entenderse que el diálogo es una moneda de cambio, ¿a cambio de qué?