El gesto de Nancy Pelosi al final del discurso del estado de la Unión, cuando rompió los folios con las palabras pronunciadas por el presidente, que antes le había negado el saludo a la líder demócrata, se puede convertir en otra de esas imágenes que simbolizan toda una era. Porque la imagen, pese a la satisfacción que provocó en ciertos sectores de la oposición, constituye una evidencia de la victoria política de Donald Trump, quien ha conseguido normalizar unos comportamientos, antaño censurables, que ahora también están asumiendo sus adversarios. La repuesta de Pelosi es comprensible (no es fácil quedarse callado o guardar las formas mientras a uno le ponen motes denigrantes y le faltan al respeto en repetidas ocasiones) y escenifica la rabia e indignación que en ese momento sentían muchos de sus partidarios. Algunos miembros del Partido Demócrata, como Alexandria Ocasio-Cortez, ni siquiera se presentaron en el Congreso; otros abandonaron la cámara antes de que finalizara el discurso, afirmando (Bill Pascrell) que esta presidencia "es una tragedia nacional".

Trump está logrando que casi todos los republicanos, así como unos cuantos demócratas y periodistas, participen en un género, el reality show, que él domina mejor que nadie. El discurso del estado de la Unión fue bochornoso, sí, plagado, como han señalado el "Times" y otros periódicos, de inexactitudes, exageraciones y medias verdades. Una auténtica exhibición de sectarismo, que quedó demostrado cuando se le concedió al locutor de radio Rush Limbaugh la Medalla Presidencial de la Libertad. Un mitin cargado de demagogia con elementos propios del kitsch más grotesco, de retórica nacionalista y populista. Un espectáculo en el que el orador pretendió manipular, sin pudor, a los espectadores, apropiándose del ejército y provocando escenas sentimentaloides con la intención de obtener una aprobación bipartidista, al hacer que sus oponentes (incluida Pelosi) tuvieran que levantarse o aplaudir para que no quedara en entredicho su patriotismo, su lealtad o su compasión.

Ya. Pero la puesta en escena del discurso, a pesar de todo, fue brillante desde un punto de vista televisivo (lo que, en nuestra era, quiere decir políticamente brillante y, en este momento de la campaña, estratégicamente brillante) y el contenido del mismo fue seleccionado con inteligencia; Trump evitó hablar del impeachment y, salvo algunas advertencias sobre la posibilidad de que los demócratas "socialistas" destruyan el sistema sanitario, se centró en lo que él considera sus éxitos: el final del "declive estadounidense", la caída de la tasa de desempleo, la reducción en el número de sobredosis de droga, el regreso de las empresas o la (futura) retirada total de las tropas destinadas en Oriente Medio. Mientras los demócratas se enredaban en las caóticas primarias de Iowa y la complejidad de sus caucus, en el Congreso se estaba retransmitiendo un programa entretenido, con gritos ("¡cuatros años más!"; "¡USA! ¡USA!") y llantos, parecido al que se puede ver en otras cadenas especializadas en la llamada telerrealidad, donde sabemos que la realidad es lo menos interesante. Del mismo modo que sabemos que uno puede entrar en un plató siendo un personaje y transformarse en otro muy distinto si acaba perdiendo (o rompiendo) los papeles.