A poco que reflexionemos sobre la vida que nos está tocando vivir, estamos más cómodos en la parte fingida de nuestras vidas que en la que nos depara la dura realidad. Y es que, aunque pudiera no parecerlo, en nuestras vidas hay una parte de realidad y otra de fi-cción. Por eso, de los hechos que van conformando nuestra vida diaria somos, al mismo tiempo, protagonistas y espectadores, si bien en distinta medida.

Desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, realizamos múltiples acciones de la más variada naturaleza, en las que nos corresponde el papel de personaje principal. Porque en la dura tarea de vivir, ocurre como en la función de nuestra propia muerte: nadie puede sustituirnos. La parte real de nuestras vidas está integrada por nuestra existencia y la de los sucesos que nos acaecen. Y ambos factores, nuestro yo y lo que nos sucede, determinan el grado de aceptación de nuestra propia realidad. Hay ciudadanos que están muy a gusto con la realidad de su vida, pero no serán pocos los que estén muy poco conformes con lo que tienen que vivir. Pero sea mayor o menor el grado de aceptación, lo cierto es que la realidad de cada uno se asemeja a su propia sombra: siempre está con él aunque haya momentos en que no la perciba.

De la parte real de nuestras vidas, somos siempre protagonistas, aunque no queramos. No dejaríamos de protagonizar nuestra realidad ni aún en el caso de que intentáramos voluntariamente desentendernos de la misma. Porque ese abandono transitorio de la razón, estaría sucediendo, sería real, sería una parte de nuestra vida, aunque nuestra mente cabalgase por mundos de ensoñación y pareciese convertirnos en simples espectadores de la misma.

En la parte de ficción de nuestras vidas, las cosas son diferentes. Aquí estamos en el mundo de lo imaginario, de lo fingido, en el que se trata de dar existencia ideal a algo que no la tiene. El hombre, tal vez porque la realidad no puede ser nunca completamente satisfactoria, ha construido desde siempre mundos de ficción. Y lo ha hecho con múltiples finalidades que confluían, en no pocas ocasiones, en el deseo de emocionar a otros hombres.

De los mundos de ficción creados por el hombre, tal vez el más liberador ha sido el arte, sobre todo la literatura y más recientemente: el cine. Han sido los escritores y, desde la aparición del séptimo arte, los cineastas, los que más han liberado a los demás hombres de su realidad al transportarlos a un mundo de ficción lleno de emociones y sentimientos. En el mundo del cine, aunque el principal protagonista es el actor y los demás espectadores, todos somos necesarios: el cine no tendría sentido sin sus destinatarios. Una película sin espectadores, sería lo mismo que libro sin lectores o un cuadro sin público: apenas un legajo de papel o un trozo de lienzo.

Pero en la ficción a la que traslada el cine, muchas veces es mejor ser espectador que protagonista. Porque lo que transporta al mundo ideal, lo que subyuga y conmueve, es la visión de la película y no la de su rodaje. Hasta tal punto es esto cierto que a los propios protagonistas les debe resultar muy difícil volver a su realidad después de haber sido héroes en la pantalla. ¡Difícil profesión la del actor que ha de ilusionar a los demás, sin hacer nunca de sí mismo, y al que le toca protagonizar, como realidad, lo que para nosotros es ficción!