En "El irlandés", la última película de Martin Scorsese, Frank Sheeran, el asesino a sueldo interpretado por Robert De Niro, recibe un regalo de su amigo Russell Bufalino, encarnado por Joe Pesci. Se trata de un anillo, pero no de un anillo cualquiera, pues, según Bufalino, solo hay tres personas en el mundo que lo poseen y solo una de ellas es de origen irlandés. Las otras, claro, tienen apellido italiano.

La escena se produce en un momento crítico de la historia, cuando el protagonista se halla ante el dilema de tener que elegir entre dos lealtades discordantes. Lo que Bufalino le está planteando a Sheeran no solo es una revalidación simbólica de su amistad sino una acogida todavía más insólita y sugestiva: el ofrecimiento de una identidad. Una identidad que no es la de Sheeran, pero, desde entonces, será tratado como si lo fuera. El propio Sheeran demuestra ser consciente de ello varias veces a lo largo de la película; en una ocasión, al intentar mediar entre Bufalino y otro mafioso italoamericano, dice "vosotros sois hermanos, yo no"; también habla un poco de italiano, dejando claro con ese gesto que aun no teniendo raíces en el mismo país que sus nuevos socios, él puede hablar la lengua que los distingue.

Los orígenes de Sheeran son esenciales a la hora de comprender al personaje. No porque su visión del mundo y su comportamiento exhiban necesariamente algún vínculo con la cultura irlandesa, sino porque así es como los demás (y algunas instituciones estadounidenses) han decidido presentarlo en sociedad: su apodo es un gentilicio. Pero Frank, a los ojos de los italoamericanos, no deja de ser un outsider, un aliado útil, un amigo leal de la Familia. Entre los diversos temas que se abordan en "El irlandés", el sentido de pertenencia es quizás uno de los más interesantes. Algo que, por otra parte, ha marcado gran parte de la filmografía de Scorsese. Como se decía en uno de los carteles promocionales de 'Taxi Driver': "En cualquier calle hay un desconocido que sueña con ser alguien. Es un hombre solo y olvidado que lucha desesperadamente por demostrar que existe".

La identidad colectiva puede proporcionar esa prueba de existencia. "He sido alguien", se piensa, "porque he pertenecido a un grupo". Poco importa si ese grupo está implicado en casos de corrupción o ha ejercido la violencia contra otros grupos. Lo que realmente vale, lo que realmente se respeta, es la pertenencia.

El problema es el precio que uno tiene que pagar tras realizar esa cesión de libertad, ya que los grupos, que tienden a organizarse jerárquicamente, se proponen unas misiones que no siempre coinciden con los intereses de los individuos que forman parte de ellos. De ahí surgen los denominados traidores, quienes no son capaces de sacrificar sus ideas en aras del proyecto colectivo. Los mafiosos de "Uno de los nuestros" y "Casino" solían presumir de ser unos delincuentes por el respeto que imponían en los "civiles", aunque luego tuvieran que asumir las consecuencias. "Que yo recuerde, desde que tuve uso de razón siempre quise ser un gángster", decía Henry Hill. La alternativa a eso, para ellos, era la mediocridad, la vulgaridad, la inexistencia. Un sentimiento que se representa muy bien en "Los Soprano" cuando Chris Moltisanti, sobrino de Tony Soprano, observa en una gasolinera la anodina vida familiar que podría tener sin la protección del capo. En "El irlandés", sin embargo, los personajes de Scorsese parecen haber madurado. Puede que no haya arrepentimiento, pero sí se puede contemplar el dolor que produce sacrificarlo todo, incluidas las verdaderas amistades, para ser alguien.