"El abismo invoca al abismo", leemos en un salmo; los extremos llaman a los extremos, anuncia la actual dinámica política. Más de dos mil años separan ambos mundos sin que el hombre haya aprendido a explorar el valor de la moderación. El PSOE celebraba su victoria en Ferraz, consciente de que la frivolidad de Pedro Sánchez al convocar elecciones se ha traducido en un parlamento sin mucho margen operativo. Con los resultados del domingo asoma un bipartidismo debilitado y exhausto, incapaz de articular soluciones efectivas. Sánchez podría haber pactado con Unidas Podemos o calibrado los límites reales del veto de Rivera a un acuerdo de Estado y, sin embargo, prefirió dejarse guiar por el viento ácido y frío de las encuestas. Ha ganado, pero sin conseguir ninguno de sus objetivos. Al contrario, el parlamento hoy queda igual que ayer, pero con mayor pulsión hacia los extremos. Es la lógica consecuencia de años de pensamiento mágico, de cultivo de la desconfianza y el resentimiento, y de abandono de las preocupaciones reales de la ciudadanía. La política de los símbolos derroca la inteligencia para entronizar las pasiones, sin que contemos con una vara de medir que permita cuantificar sus virtudes o sus defectos.
