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la mirada femenina

La ira es el reverso de la tristeza

Cuenta la leyenda que en el lago de la Montaña Blanca habita un monstruo. Y que quien logre verlo se deshará de la ira y de la rabia para siempre.

Pero la tristeza se apoderará de quien de la ira se libere puesto que la ira no es más que el reverso de la tristeza.

Hace un par de años un muchacho subió a la Montaña Blanca con sus padres. Había cumplido catorce años y estaba enfadado con ellos. Al parecer a los catorce toca estar enfadado con el mundo y son los padres los que siempre se llevan la peor parte.

En la cima de la montaña había un lago de agua cristalina donde los niños solían bañarse. El muchacho ya se había bañado allí otras veces. Aunque en aquella ocasión ni por asomo pensaba hacerlo. Se había vuelto celoso y desconfiado y únicamente pensaba en su propio capricho.

No sólo había olvidado el respeto que debe sentirse por aquellos que nos traen al mundo sino también las reglas del buen montañero que sus padres le habían inculcado desde pequeño. En la montaña hay que ser generoso y siempre mirar por el bien del más débil.

El muchacho quería llegar el primero a la cima y dar esquinazo a sus padres cuanto antes así que no hizo más que desoír las indicaciones que le daban.

Cuando llegaron al lago, la madre, agobiada de tanta tensión, se despojó de sus ropas y se lanzó al agua.

Una vez más el muchacho se burló del cuerpo de su madre. También de la desnudez de su padre quién decidió acompañar a su mujer en el baño para relajarse un poco.

El muchacho se distrajo con su móvil.

Descubrió con fastidio que allí arriba no tenía cobertura y a penas le quedaba batería.

La pareja nadó durante un rato y de pronto se sumergió en el agua y desapareció. Se hizo un silencio profundo perpetrado sólo por el chillido de un águila.

El muchacho dejó de lado el teléfono y miró hacia el agua. Esperó a que aquellas dos cabezas emergieran de nuevo para soltar cualquier otra impertinencia. Pero nada se movió. Tampoco él movió un solo músculo.

Entonces lo supo. Sus padres se habían ahogado.

De sus ojos no brotó lágrima alguna.

Como tenía el corazón duro como una piedra era incapaz de sentir nada. Sólo notó un gran cansancio. Se acurrucó en una roca y se quedó dormido.

Fue al despertar, en plena noche, cuando empezó a echar de menos algo de calor humano.

Su móvil seguía sin cobertura y a cero de batería.

Era muy tarde para descender de la montaña. El gemido de los animales empezó a inquietarle.

Subió la cremallera de su anorak hasta arriba del todo y echó el aliento que le quedaba entre las manos con el fin de calentarse pero fue en vano.

Volvió a mirar hacia el lago.

Entonces, gracias al reflejo de la luna, lo vio.

Sus ojos brillaban como el fuego. Le pareció distinguir varios brazos y una cola dentada en forma de gancho.

Por fin lloró, aunque fuera de miedo. Llorar le hacía bien porque cuanto más lloraba, más se liberaba de las capas de la coraza que le envolvían el corazón.

De pronto un rayo atravesó el cielo e impactó con virulencia en el lago alcanzando de pleno la cabeza del monstruo.

El muchacho observó con alivio cómo aquel ser terrorífico desaparecía en aquellas aguas.

En aquel mismo instante el muchacho sintió que también se rompía la última capa de la coraza. La que era dura como la piedra. Y por fin su corazón pudo liberarse por completo.

A su mente regresaron cientos de imágenes de él junto a sus padres pasando buenos momentos. ¿Cómo podía haberse olvidado de todo aquello?

Una pena profunda y completamente desconocida le invadió. La tristeza es la otra cara de la rabia.

Dos seres de luz verde azulada emergieron del agua. Eran las almas de sus padres que buscaban el camino hacia las estrellas.

Al verlas el muchacho alzó los brazos y suplicó para que no se marcharan. Luego cayó de rodillas al suelo y pidió perdón como nunca lo había hecho.

El muchacho pasó la noche más triste de su vida.

A la mañana siguiente un dulce olor a café le despertó.

Tal vez algún montañero había acampado por allí cerca. Debía sobreponerse y pedir ayuda cuanto antes.

Qué inmensa alegría al incorporarse y ver junto a la orilla del lago a su madre tomando café y a su padre a punto de freír unos cuantos huevos.

Corrió a lanzarse a sus brazos y los llenó de besos.

Pero al volver la vista sobre el lago el muchacho observó que justo donde había sucumbido el monstruo había un árbol con varias ramas en forma de brazos. Un árbol que curiosamente ninguno de los tres había visto nunca antes.

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