El hombre que camina despacio lleva una bolsa amarilla los martes. Extraigo el dato de la observación diaria. Camina despacio pero llega. Entre las cuatro y las cuatro y cuarto cada día. Lo veo desde mi balcón, en un quinto piso, al que salgo a esa hora a beber un café negro en una tacita de diseño que me regalaron cuando aún no era huérfano. El hombre que camina despacio se ha convertido en mi pasatiempo. Tomo el café y lo observo. En el bloque de enfrente, asomado a una ventana, suele haber un hombre en camiseta, hombre barbado y prebarrigudo, que generalmente está fumando. Fumar generalmente puede querer decir fumar mucho o fumar como un general. A lo mejor me observa y yo soy su pasatiempo. Como el hombre de la bolsa para mí.

Puede que más arriba haya otra persona que a su vez a él lo observe. Al llegar a la esquina suelta la bolsa, hace un ademán de despojarse de la cazadora pero finalmente no se la quita. Mira a un lado y a otro. A veces creo que intenta cantar y ganar así unas monedas. Pero no canta. Será que no se atreve. Tampoco pide. Su indumentaria es equívoca. No es la de un indigente, tampoco es convencional. Mira pasar a la gente y ya se ha convertido en un elemento más de la calle, como el kiosko ajado que ya no vende más que chucherías o como la parada del bus, que en el rato de mi contemplación suele abrazar a dos autobuses. Al primero no sube nadie, como si en el rótulo que lleva escrita la parada pusiera Muerte. Del segundo bajan oficinistas derrotados y sube un hombre con tartera que masca chicle.

La bolsa amarilla es de un color impreciso el resto de días. Blanquecina. Puede contener algún alimento, quizás enseres que otros llevarían en un bolso. Útiles de trabajo tal vez. Cuando acabo el café entro en casa. La otra opción sería saltar por el balcón. Es pronto para eso. Supongo que al rato se va. O que alguien lo recoge.

Los fines de semana no tomo café en el balcón. Me lo sirve un camarero en un restaurante pudiente o modesto, cercano o lejano, según mi estado de ánimo, el estado de mi cuenta corriente o mi acompañante. Algún sábado he llegado a echar de menos la contemplación de la escena cotidiana, cuatro, cuatro y cuarto, la bolsa, los dos autobuses, la enfermedad terminal del kiosco, el hombre de la tartera, mi taza de diseño de cuando aún no estaba en la primera línea del combate vital. Hoy no ha venido el hombre de la bolsa amarilla los martes o a lo mejor soy yo el que no ha salido a mirar. No recuerdo la hora en la que decidí sentarme a escribir sobre alguien que se quita la cazadora pero no se la quita y que tal vez venga de trabajar, pare ahí y espere un taxi o a un familiar que venga a buscarlo en un automóvil.

Se me ha hecho tarde. No descarto que esté extrañado. Él. A veces mira hacia mi edificio y ya se habrá percatado de mi presencia más de una vez. Esta vez de mi ausencia. Su mirada a lo mejor abarca un montón de balcones, todos con alguien mirando. Somos su público y él es un artista de la cotidianeidad. Esta vez falto yo. Se me ha hecho tarde. Pero estoy escribiendo, lo cual también es asomarse. No sé muy bien a qué.