Cuando Estados Unidos se fundó, a finales del siglo XVIII, "democracia" era un término peyorativo, pues se asociaba con la anarquía y la ley de la calle, con un gobierno liderado por la turba. De ahí que la palabra no aparezca (como sustantivo o adjetivo) en la Declaración de Independencia ni en la Constitución. Además, en aquel entonces solo podían votar los hombres blancos con determinadas propiedades. Según Christopher Hitchens, Thomas Paine fue uno de los primeros en escribir sobre la democracia en términos positivos, atribuyéndole al autor de "Los derechos del hombre" cierta responsabilidad en la mutación semántica del vocablo. El concepto de democracia, sin embargo, adquiriría una popularidad sin precedentes en territorio estadounidense durante la presidencia de Andrew Jackson, un general populista y demagogo, así como el primer hombre "hecho a sí mismo" que ocupó la Casa Blanca, bajo cuyo mandato se amplió el sufragio universal masculino y se defendieron las libertades individuales, introduciendo a la clase trabajadora en el proceso electoral, pero también se exterminó a las poblaciones nativas, sin olvidar que Jackson fue un esclavista entusiasta, ya que precisamente gracias a la "peculiar institución" pudo mejorar su situación económica.

En marzo de 1829, unas diez mil personas acudieron desde todos los estados a la inauguración de su presidencia. La multitud lo acompañó en el recorrido. Margaret Bayard Smith, una cronista social de Washington DC que estaba presente en el acontecimiento, afirmó: "Fue el día del presidente del Pueblo. Y el Pueblo gobernaría". Andrew Jackson, al igual que George Washington, Thomas Jefferson y Benjamin Franklin, es un mito nacional, debido no solo a su papel transformador en la historia del país, sino también (y especialmente) a su carismático personaje público. Para los historiadores Nancy Isenberg y Andrew Burstein, ahí reside, sin embargo, "el problema de la democracia". La tensión entre el mito y la realidad; entre la imagen proyectada y la biografía. En su nuevo libro, estos profesores de Louisiana State University repasan (y en cierto modo reivindican) las carreras políticas de John Adams y de su hijo John Quincy Adams. Ambos fueron presidentes de los Estados Unidos (segundo y sexto); jamás tuvieron esclavos, a diferencia del resto de Padres Fundadores, y gobernaron solamente durante un mandato (los únicos presidentes que no fueron reelegidos en los primeros cincuenta años de la república). Eran unos brillantes oradores, cultos y viajados. (Los diarios de John Quincy Adams, editados por Library of America, constituyen una obra de referencia en la historia de la literatura estadounidense). También podían ser testarudos, vanidosos y algo arrogantes.

Entre otras coincidencias, padre e hijo negociaron tratados de paz con Gran Bretaña (John lo hizo con el Tratado de París en 1783 y John Quincy con el Tratado de Gante en 1814) y detestaban el culto a la personalidad y la demagogia, negándose a persuadir a la opinión pública mediante manipulaciones obscenas y métodos deshonestos. Pensaban que "el Pueblo" no siempre acierta, ya que puede ser víctima de campañas de desinformación, y percibían el enorme vacío que subyace bajo la espuma de la celebridad, señalando que todos los que ejercen el poder en un gobierno son "elitistas", por mucho que quieran presentarse de otra manera. Todo eso, de acuerdo con Isenberg y Burstein, hacía que fueran unos "malos políticos", incapaces de conquistar, como Jefferson o Jackson, el imaginario colectivo, o iniciar una "era" transformadora que llevara su nombre. Los Adams no tienen ningún monumento en la capital y sus rostros, por supuesto, no aparecen en los billetes. Son los perdedores del relato mitificado de la Historia. Pero no vendría nada mal recordar ahora su legado y algunas de sus advertencias.