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Ceferino de Blas.

Las Cíes necesitan descanso

Está bien la desestacionalización de las Cíes, es decir, que no solo sean visitadas en verano, porque son un bien turístico, pero dentro de un orden.

Probablemente tengan razón hosteleros y navieras al reclamar que, en fechas concretas de la temporada baja, cuando solo se permite la estancia diaria de 450 personas, haya cierta flexibilidad.

Las Cíes son la joya de la corona del turismo de las Rías Baixas, y sería incomprensible que no se pudieran visitar, pero precisamente por su enorme valor hay que impedir que se masifiquen. Ha ocurrido en otros lugares emblemáticos de nuestro país, que han muerto de éxito. Ahora se deplora tanta concurrencia, que ha despertado la turismofobia.

Por eso vale más ser restrictivos -como prescribe el plan de usos de las islas- que expansivos, y propiciar que las Cíes se conviertan en una romería. Sería su final en el doble sentido: ecológico, por los destrozos que se causarían, y turístico, ya que perderían el halo de misterio que rodea a las islas salvajes, que es la principal razón de su irresistible atractivo.

Hasta comienzos del siglo XX, las Cíes no habían interesado al turismo. La primera turista fue la Infanta Isabel, la popular Chata, a quien impresionaron cuando las vio desde el balcón del Hotel Continental, al llegar a Vigo, en julio de 1906, y pidió ir hasta allí. Lo hizo en el cañonero "Vasco Núñez de Balboa", al que siguieron algunas familias viguesas en el "Colón número 7". Fue la primera jira marítima turística a las Cíes.

Hasta entonces, habían servido a múltiples ocupaciones: lugar de refugio de los herminios para huir de Julio César, según cuenta la leyenda, territorio monástico, que perduró hasta que, en el siglo XVI, los franceses en su guerra con España, y Drake, las arrasaron y dejaron completamente vacías.

Ya a finales de la primera mitad del siglo XIX empezaron a interesar como zona de negocios, y allí se instalaron, en la isla Sur y en la Norte, sendas empresas salazoneras, que supusieron el principio de la repoblación.

Fue en esa época, en 1840, cuando las Cíes, después de una durísima pugna administrativa, entre la Diputación y la ciudad, pasaron a pertenecer a Vigo, a quien se las disputaba Bayona. Es un episodio histórico del que quedan flecos por desvelar, pero quien más lo estudió ha sido José Fariña Jamardo, experto en municipalismo, del que dentro de unos días se cumple el centenario de su nacimiento en Caldas de Reis.

Mientras estuvieron despobladas las Cíes se llenaron de conejos, y se convirtieron en territorio de caza. Serán los cazadores los que en las primeras décadas del pasado siglo más las utilizaron, coincidiendo con el arribo, en 1909, del yate Wolverine, dedicado a excursiones familiares por la ría viguesa.

Es a partir de los setenta cuando empieza a regularizarse el transporte veraniego los fines de semana y la utilización del camping, que fue acrecentando el número de usuarios, hasta el "boom" de los últimos años.

El turismo, que es el principal activo de las Cíes, el que las popularizó mundialmente, es el mayor peligro, si no se controla. Para preservar su protección se declararon Parque Natural, en 1980, que cortó de raíz la posibilidad de un desmadre urbanístico. Ahora lo hacen las cifras fijadas: 2800 visitantes en temporada alta y 450 en la baja. Están bien.

Por fortuna, la meteorología gallega juega a favor de las Cíes, por la pluviosidad de Vigo y el tiempo invernal poco propicio, que las dejan tranquilas sin el agobio de turistas ávidos de patearlas. Porque las islas, como seres vivos que son, se fatigan, y si se quiere que sigan siendo como siempre lo fueron, necesitan descansar.

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