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Callejón del Olvido

Aunque engalanado por el título hiperbólico de rúa que le concede la placa, como tantos otros callejones, el del Olvido, entre la plazuela de La Magdalena y la calle Cisneros, es una suerte de tránsito hacia la nada que en ocasiones huele a orines. Y, pese a ello, conserva intacta su belleza fantasmal, un tanto poética, como de página de Valle Inclán. Parece hecho para que la gente huya de la calle Cisneros y se albergue en la hermosa querencia de la plazuela de La Magdalena o, al contrario, para que alguien se adentre por él camino de Cisneros, esa calle que contiene parte de una arquitectura espléndida, espléndida y antigua, que se perpetúa hacia Pena Vixía, otra de nuestras calles más hermosas.

El callejón del Olvido parece concebido para que intercambie confidencias una pareja, para que algún solitario se siente allí con una litrona y un cigarrillo, para que posen los componentes de un grupo musical o los náufragos de un tabor de Regulares que las pasaron putas en Ceuta en el 74 pero que sobrevivieron y después de comer por la zona histórica, se sientan a la sombra de la escalinata y se hacen la foto de rigor en la que no podrán reconocerse. Tal vez esté diseñado para que por él pase sólo el silencio adelgazado.

El callejón del Olvido contiene el fresco de patio rural, la humedad de pasadizo secreto: allí podría tener lugar un duelo a espada entre el Capitán Trueno y uno cualquiera de sus múltiples enemigos y mientras los aceros se entrecruzan, chocan y provocan chispas, Sigrid de Thule aguarda al pie de la escalinata, con las marfileñas manos cruzadas sobre el intocado pecho, a que una estocada del heroico Capitán, entre "¡voto a bríos!" y "¡por el gran Batracio Verde!" y "¡gaznápiro!" y "¡bellaco!" y "¡por las barbas de Senaquerib!", atraviese el corazón del infiel y ella pueda acogerse a la ternura de los hercúleos brazos del Capitán como los transeúntes, a veces, nos acogemos a la sombra de ese callejón por el que se va hacia cualquier parte o hacia ninguna ya que una vez traspasado el río Leteo sólo nos espera eso, el olvido.

En días de lluvia, no sería inaudito que subiese los veintisiete escalones, parapetado bajo un paraguas, uno de esos hombres con sombrero y abrigo que tan hermosamente perfiló Alexandro en muchos de sus cuadros: poca gente, en mi opinión inexperta, pintó la lluvia tan bien como Alexandro y el callejón del Olvido acaso sea un cuadro inconcluso que aguarda a que la mano del pintor dibuje a un transeúnte que sube o baja la escalinata protegido por un paraguas en un atardecer de lluvia rotunda.

No resultaría extraño acceder al callejón desde la calle Cisneros una tarde cualquiera de este año, descender las escaleras y aparecer en la plazuela de La Magdalena en un siglo pasado que ya sólo persiste en la memoria de algunos libros descatalogados. El callejón del Olvido podría ser uno de esos lugares de paso, fuera del tiempo, en el que un publicista obligase a un hombre o a una mujer a descender los escalones con un majestuoso desplazamiento mientras una voz, necesariamente en francés, nos conminase a comprar una marca de perfume; podría ser el enclave donde, a medianoche, camino de casa, descubriésemos un cadáver apuñalado. Pudiera suceder, por qué no, que subiese o descendiese las escaleras velozmente, amparado por las sombras, Fermín de Pas, huyendo de su mala conciencia y de la turbulenta pasión que siente por Ana Ozores: quizá al llegar a la calle Cisneros o a la plazuela de La Magdalena, el magistral hubiese olvidado el nombre de la mujer que lo condujo al pecado y al desasosiego. Pero el del Olvido no deja de ser un callejón prosaico, con su olor a orines, con su humildad silenciosa, un si es no es triste, casi desamparado, que espera una voz mejor que la mía para recuperar un esplendor que acaso nunca tuvo.

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