Entre la amplia presencia de artistas gallegos con que cuenta la exposición de Arte Privado en Ourense abierta en el Centro Cultural de la Diputación, se encuentra el escultor Francisco Asorey referente indiscutible de la escultura gallega del siglo XX. Dueño de una nueva sensibilidad que se aparta del costumbrismo y del academicismo imperante para mirar a las raíces que busca en la experiencia legada por los escultores del románico y del barroco compostelanos. Lo hará auxiliado por dos materiales de referencia: el granito y la madera. Estas premisas no le impedirán al escultor acercarse a algunas vanguardias del momento, si bien con moderación y sin fidelidades.

En la segunda década del siglo, Asorey comienza a realizar pequeñas piezas inspiradas en personajes populares de la ciudad. Algunas de estas obras van a formar parte de su legado artístico más importante por la gran habilidad que tiene para la captación de tipos populares, a los que dota de un fuerte calado que logra suscitar siempre el interés del público. Desde las primeras como Cabaleiros negros (1915) o Rezo de beatas (1918) hasta otras posteriores como Ofrenda a San Ramón (1923) o Filliña ya de 1948. El éxito fue tal que a finales de los años veinte el escultor colabora con Cerámica Celta de Puentecesures para reproducir algunas de ellas.

De Cabaleiros negros existen varias versiones, entre ellas un boceto fechado en 1915 de escayola y que hoy podemos admirar en la exposición. La obra que lleva una dedicatoria del escultor al sacerdote Rey Soto en la peana, representa a un grupo de cinco sacerdotes envueltos en sus capas negras y con el distintivo rojo de la cruz de Santiago sobre el pecho. Las figuras a las que el profesor Otero Túñez identifica con cuatro canónigos de la catedral y un párroco, reflejan unos personajes habituales en la ciudad de Compostela de comienzos del siglo XX. Captados en su cotidianeidad, parecen sorprendidos en una charla entre el ir y venir de sus quehaceres y rezos.

Con una composición que recuerda claramente a Los burgueses de Calais de Rondín, Asorey logra la aprehensión del instante y lo hace con un vigor plástico alcanzado por los gestos, las posturas, las expresiones precisas y por los negros ropajes dispuestos en pliegues que dinamizan las figuras y en los que se aprecia la expresividad de los profetas del Pórtico de la Gloria.

Las otras dos obras de Asorey presentes en la exposición son dos bustos, género en el que el artista dejó una numerosa e interesante muestra. Estos fueron encargados por la familia Gómez Ulla. Se trata del de Dolores Ulla Fociños de Bendaña, madre del cirujano militar y general Mariano Gómez Ulla y el de la viuda de este Lucila Barberán Bellido. Aunque entre ambos hay varios años de diferencia se corresponden con la época en la que el escultor es ya un artista consagrado con importantes logros en los que ya están presentes varias de las novedades que se estaban dando en Europa.

Al margen de los grandes encargos que caracteriza estas décadas, recibe otros sobre todo de la burguesía compostelana consciente del prestigio que había adquirido el artista. Fueron muchas las placas y bustos que realizó, entre estos el de Dolores Ulla Fociños.

En él, el escultor recurre a la dualidad en el material, mármol y granito, como ya había hecho en otras ocasiones. Subrayado, con la luz que le proporciona el mármol, la parte sobre la que quiere incidir en esta ocasión se trata de la cabeza, casi esférica, y sobre todo en las facciones ejecutadas con gran fidelidad a la realidad. El granito, apenas sin desbastar en la parte inferior, queda reservado en el retrato para la discreta vestimenta, en la que apenas destacan el medallón y el broche que lo adornan.

Con mirada rigorista el artista retrata, sin concesiones, a Dolores Ulla en la ancianidad, como lo evidencia su escasa cabellera, las arrugas o los rasgos pronunciados, todo acentuado por una visión muy frontal de la obra. En el busto el escultor utiliza un lenguaje más moderno que en otros posteriores, porque aplica recursos cubistas que le permiten la simplificación de planos y cierto abocetamiento que le dan modernidad.

En 1944, cuando ya Asorey comienza a mirar hacia un neohumanismo, realiza el busto de Lucila Barberán en el que capta con maestría, tanto la individualidad de la retratada, como su posición social. Ataviada de forma sencilla y elegante llama la atención el tratamiento envolvente de la capa, que junto a la disposición de las manos, crea una forma cerrada que da mayor volumen a la obra a la vez que resalta las formas escultóricas.

De factura más clásica que obras realizadas anteriormente y de modelado más suave, tiene claras referencias a formalidades del retrato pictórico renacentista, que se evidencia en optar por el tipo de busto con brazos, cortado por la cintura en la que apoya las manos o en la disposición de estas que nos remiten a la Gioconda de Leonardo o a la Dama con ramo de violetas de Berrocchio.

En las décadas siguientes hasta su fallecimiento, el artista seguirá desarrollando una gran actividad creativa en todos los géneros en los que paulatinamente se aprecia una vuelta hacia un neorrealismo, fruto de una búsqueda de los valores humanos y una mirada atrás en la que reaparece la madera policromada y algún guiño al pasado.

* Doctora de Historia del Arte