Probablemente piense el lector que el derecho y la literatura son parcelas del quehacer humano tan dispares que no es imaginable relación alguna entre ellas. Decía Radbruch que el derecho es el más rígido de los productos culturales. En efecto, el derecho atiende a lo real y lo concebimos apegado al formalismo de la legalidad; es el mundo del deber ser, acotado y concreto. La literatura, por el contrario, representa el territorio ilimitado de la ficción y la imaginación, no sujetas a norma alguna. Según el juez francés Garapon, la literatura puede decir lo que quiera; el derecho, no siempre.

Sin embargo, confirmando la idea de que el conocimiento humano no es fragmentario sino integrador, para no pocos juristas hay entre derecho y literatura interesantes puntos de encuentro. Tienen razón quienes han destacado que, por más que su discurso sea eminentemente prescriptivo, el derecho es un fenómeno lingüístico. Es más, la palabra está vinculada a su origen; basta con echar una mirada a la antigua Roma para comprobarlo. El derecho aparece asociado al poder taumatúrgico de la palabra a la que se atribuía fuerza creadora y virtualidad constitutiva. La palabra, pronunciada por el hombre y engalanada con una envoltura gestual, generaba vínculos jurídicos.

Es evidente que hay entre literatura y derecho un vínculo de consanguinidad espiritual, producto del mismo substrato vivificador que es la palabra, herramienta común e irreemplazable, cuya función no se agota en la meramente comunicativa. Como hace ver Arsuaga, reputados jueces norteamericanos eran conscientes del efecto que los recursos estilísticos y retóricos producen en el significado.

El estudio de la relación entre esas dos materias se bifurca en dos perspectivas; una primera se ocupa del derecho en la literatura; la otra contempla el derecho como literatura. Corresponde a la primera la reflexión jurídica en torno al conflicto tal como viene planteado en el texto literario y el análisis de los valores universales del derecho; la obra literaria sirve así de material para el estudio y la enseñanza del derecho, y contribuye a la vez a la formación humanista del jurista.

La lectura de ciertas obras literarias proporciona al jurista noticia de otras realidades y otras formas de entender y percibir las cosas; situado extramuros de su propia cultura, su mirada gozará de una perspectiva distinta y una más amplia comprensión del mundo que le rodea. Agudamente decía Ilya Ehrenburg: la literatura no modifica el orden establecido, pero sí a los hombres que lo establecen.

Basta una breve ojeada a algunos de los grandes hitos de la literatura universal para encontrar en ellos el relato de vidas humanas cuya urdimbre se teje con las fibras tensas y dramáticas de un conflicto jurídico. Recuérdense títulos como Antígona, El mercader de Venecia, Fuenteovejuna, El mejor alcalde el rey, El proceso, Crimen y castigo, por citar solo los más conocidos. Palpitan en estas obras cuestiones de inconfundible linaje jurídico: la legitimación del derecho, la interpretación jurídica, la búsqueda de la justicia, el conflicto entre derecho y ley, la sumisión del derecho al poder. De ahí que se vea en la literatura un singular instrumento de reflexión sobre conceptos jurídicos.

Es en el mundo anglosajón donde despertó especial interés la conexión entre literatura y derecho. Wigmore creyó en ella allá por 1900. Años después, en 1925, el juez Benjamín Cardozo respaldará ese interés en un artículo -Law and Literature -publicado en The Yale Review.

Durante la década de los años setenta del pasado siglo, surge en el seno de las universidades norteamericanas el movimiento Law and Literature Studies, en parte como reacción contra otras corrientes de la época, como el positivismo jurídico y su concepción limitada del derecho como un sistema objetivo de normas de aplicación mecánica, el análisis económico del derecho o los planteamientos sociológicos y antropológicos.

En la otra faceta antes enunciada -el derecho como literatura- hay dos figuras de obligada cita: Dworkin, filósofo del derecho, y Posner, juez en la Corte de Apelaciones en Chicago. Aunque desde perspectivas diversas, ambos han contribuido a poner en práctica en el derecho un análisis hermenéutico similar al que la crítica literaria lleva a cabo en la literatura.

De todos modos, la relación entre ambos saberes no se agota en esos dos planteamientos; otras perspectivas son también posibles. Por ejemplo, la teoría de la argumentación jurídica que atribuye especial valor al conocimiento de las decisiones y razonamientos de jueces ejemplares; se destaca así otra de las maneras en las que la literatura es relevante para el derecho, tanto en relación con las virtudes morales como de las epistémicas o intelectuales, en la medida en que ofrece una serie de modelos de virtud judicial que contribuyen a perfilar los rasgos propios del buen juez.

Algunas universidades americanas han incorporado esta disciplina a los planes de estudio. De nuestro país se ha dicho que ha tenido acceso a las bibliotecas universitarias, pero no a las aulas. Hay excepciones; una de ellas, la de la Facultade de Ciencias Xurídicas e do Traballo de la Universidad de Vigo, donde jóvenes e innovadoras profesoras han puesto en marcha seminarios sobre "Literatura y Derecho". Tan afortunada iniciativa es reveladora de una sensibilidad y un entendimiento de la docencia ciertamente encomiables.

Sería de desear que la Universidad cultivase esta perspectiva en el estudio del derecho, imprescindible para superar una formación de signo marcadamente positivista; es preciso incentivar la formación humanista de los futuros juristas; para ello, la Universidad debe despertar y autoencender su propia revolución para que de verdad cumpla una función que le es propia: ser nuestra conciencia intelectual y crítica.

*Magistrado de la Audiencia Provincial en Vigo