Llegará un momento en que, salvo en la Moncloa o en el Falcon, no sabremos dónde encontrar a Pedro Sánchez. Si al lado de Podemos, retomando el diálogo con Cataluña o cantinfleando con las famosas líneas rojas que le imponen las cabezas más sensatas de su partido. Ahora se halla en una fase dubitativa que consiste en interpretar los resultados de las elecciones andaluzas, por un lado, y atender a quienes se debe para mantenerse como presidente unos meses más sin convocar elecciones. Acorralado en el Congreso, cautivo de los votos independentistas que lo hipotecan, Sánchez y su gobierno han devenido en una auténtica calamidad. Pero su actitud puede cambiar en cualquier momento siempre y cuando a él particularmente le convenga. Pasar de ser el renegado del constitucionalismo, que dice Albert Rivera, a su mayor defensor. De tenderle la mano a Torra y a los secesionistas a enarbolar la bandera española y agitar el artículo 155 con mayor firmeza que ningún otro, con el fin de garantizar su continuidad.

Sánchez duda. No sabe por donde tirar. Algo le anima a seguir mirando para otro lado como hasta ahora, pero las últimas tendencias de voto lo empujan a actuar con energía. El contexto de desinflamación en Cataluña que proclama Iglesias no convence al presidente del Gobierno. Algunos de quienes lo apoyaron en la moción de censura dicen que no negociar será para él su tumba política. Hay dos tendencias del separatismo que actúan como una pinza: los que proponen la espiral de violencia eslovena y los que pretenden sentarlo a una mesa para exigir un referéndum. La vuelta del calcetín es una tentación para Pedro Sánchez. Reencarnarse no le plantea problemas morales.