El Gobierno viene de anunciar esta semana en su apuesta por la descarbonización exprés su propósito de acabar por ley con los coches diésel, de gasolina e incluso híbridos en 20 años. Sorprende que, como denuncian los fabricantes y concesionarios, el Ejecutivo ni siquiera lo haya consultado antes con el propio sector, que alerta sobre el grave impacto que una transición sin red puede ocasionar en las ventas y en el empleo actual de la automoción. No es un buen comienzo. Galicia, con uno de los mayores polos del motor de España liderados por la planta de PSA Vigo, la de mayor producción del grupo, no puede ser un mero espectador en este proceso, que no debería acometerse a la ligera sin el necesario consenso ni sin pactar antes las alternativas que lo hagan viable. El presente y el futuro de nuestra industria automovilística depende en gran medida de las reglas de juego que se impongan. Así que más vale tomar proactivamente cuanto antes las riendas de nuestro futuro, por lo mucho que nos va en ello.

Nadie quiere dejar a las próximas generaciones un planeta inhabitable. Nadie cuestiona, por tanto, el tránsito del modelo energético actual hacia otro más limpio y respetuoso con el medio ambiente. Pero existe una coincidencia generalizada en que esa transición no puede hacerse a la brava, obviando el letal impacto que, tal y como está planteada la descarbonización exprés que promueve el Ministerio para la Transición Ecológica, tendría sobre la economía. El Gobierno de Sánchez quiere prohibir a partir de 2040 la venta de coches de combustión y en 2050 su circulación por el territorio nacional. Es decir, todos tendrán que ser eléctricos. Para hacerse una idea de la realidad actual del mercado, en las ciudades gallegas apenas hay 257 vehículos de este tipo, de ellos casi la mitad en Vigo, y la infraestructura para el suministro de la energía que precisan es prácticamente inexistente.

Alega el Gobierno para justificar su prisa en afrontar este reto que otros países de la UE han anunciado medidas similares mucho antes. Reino Unido y Francia fijaron su aplicación para 2040, y otros Estados, como Dinamarca, Irlanda y Holanda pretenden anticiparlas a 2030. La industria del motor, que espera que el ministerio recapacite, replica que en Reino Unido hay un paquete de 1.500 millones de libras para apoyar la electrificación y de 1.000 millones de euros en Alemania mientras en España se han dedicado solo 73 millones en siete años para el coche eléctrico. Que aquí solo hay 1.500 puntos de recarga cuando hacen falta 200.000, además de una fiscalidad favorable. Y que las plantas españolas han acometido un profundo y costoso proceso de reducción del diésel mucho más fuerte que en otros países europeos. El sector recrimina que no se le haya consultado, pide consenso previo y tiempo para adaptarse a un nuevo contexto, a la vez que arremete contra el impacto negativo que este tipo de anuncios ocasiona en las previsiones de producción y ventas como consecuencia de la incertidumbre que generan en el comprador.

La patronal ha advertido que ampliar la actual cuota de coches eléctricos hasta el 25% podría suponer una reducción del 11% en el empleo actual de la automoción en España, que da trabajo a un millón de personas, y del 18% si se alcanza el 40%. En términos absolutos, en Galicia estarían en peligro entre 2.000 y 4.000 puestos de trabajo. De ahí la apremiante necesidad de acometer una transición ordenada y pactada, sin dañinas improvisaciones y acompañada de las oportunas medidas alternativas que la hagan viable.

Como es obvio, España tiene que cumplir con los objetivos ambientales establecidos por la Unión Europea y en acuerdos globales de emisiones como el de París. Hasta ahora el peso de las decisiones ha recaído sobre los sectores energético e industrial, y mucho menos sobre otros como el transporte o la eficiencia energética de los hogares, en los que también se puede actuar. Por supuesto que tendrá que cumplirlos, pero habrá de hacerlo con prudencia, midiendo los tiempos y las consecuencias. Sin generar alarmas innecesarias, como la activada en verano por el Gobierno con su maximalista sentencia contra el diésel, el combustible más usado en Galicia -lo utilizan el 67% de los conductores- y que, según muchos expertos, con la tecnología actual es tan contaminante como la gasolina. Lógica alarma por cuanto, además del agravio de soportar los precios más altos de toda España, el impacto en nuestra comunidad del nuevo tributo al gasóleo será mayor que en cualquier otra sencillamente porque ninguna tiene porcentualmente un parque móvil diésel superior al nuestro.

La llamada "transición energética" resulta imparable, no solo para mejorar la calidad ambiental, sino porque el petróleo se agota. Pero ese salto requiere un margen temporal razonable para acompasar los nuevos retos, además de ayudas de la administración y de fuertes inversiones por parte de los fabricantes. Máxime cuando los vehículos diésel suponen todavía hoy el 80% de la producción en las plantas españolas.

En el caso de Vigo, en particular, y de Galicia, en general, no solo está en juego una de sus principales industrias, la automovilística, que ha sabido afrontar como ninguna las constantes revoluciones tecnológicas y los huracanes de la recesión para emerger siempre como salvavidas. También lo está un modelo productivo de éxito, fruto de una alianza precursora entre fabricantes y proveedores, que además de sostener durante 60 años el tejido industrial de la comunidad ha sido imitado en muchos otros países como ejemplo a seguir. En justa correspondencia, no se puede abrazar una revolución verde con decisiones a la ligera, sin planificación ni contar con el sector, a costa de poner en peligro su sostenibilidad y teñir de negro el futuro de miles de empleos.