Hace justamente un siglo, Pontevedra sufrió el azote feroz, implacable y mortal de la gripe española. La población afrontó como buenamente pudo los días más angustiosos de aquella terrible epidemia, encomendada a San Sebastián y a San Roque.

Hay que subrayar dos cosas esenciales antes de circunscribirnos a lo que aquí pasó durante aquel mes y medio angustioso: una, que el temido súper virus surgió en Europa durante la Primera Guerra Mundial, pero a España le cayó el sambenito del apelativo por ser el único país que no ocultó la gravedad de su impacto, frente a la tenaz censura de los países inmersos en el conflicto bélico; y dos, que fue la pandemia más grave de la historia, con un número de muertos estimado entre 50 y 100 millones en todo el mundo.

Después de un tenso compás de espera durante todo el mes de agosto de 1918, que no empañó la celebración de las fiestas de la Peregrina, las alarmas saltaron hacia finales de septiembre, cuando surgieron los primeros casos mortales en A Guarda. El mal ya estaba muy cerca entonces.

El gobernador civil, Xavier Cabello Lapiedra, no perdió un solo minuto templando gaitas, a ver qué pasaba. Enseguida tomó cartas en el asunto y lo hizo con mesura, pero también con determinación. A todos los alcaldes exigió el estricto cumplimiento de sus recomendaciones, sobre todo en materia de higiene para evitar la propagación por contagio, y sancionó a aquellos ediles que pasaron por alto sus requerimientos, caso de Marín, Poio y Cangas.

La Junta de Sanidad declaró el estado de epidemia en toda la provincia el 11 de octubre e inmediatamente se constituyó en sesión permanente en el despacho de la primera autoridad. Un acuerdo inmediato fue la creación de una comisión de socorro a enfermos pobres, que el propio Cabello abrió con una aportación de 300 pesetas.

A partir de tal día, allí celebraron sus miembros las reuniones diarias y de allí salieron todas las instrucciones para combatir la temible plaga.

La primera medida impulsada por el alcalde pontevedrés fue la clausura preventiva de todas las escuelas, tanto públicas como privadas. El rector de Santiago, por su parte, anunció poco después el aplazamiento de la apertura del curso en todos los institutos de Galicia.

La ciudad afrontó un proceso estricto de limpieza y desinfección de calles, plazas y locales públicos en general, junto a otras encomiendas puntuales de higiene doméstica. Por ejemplo, evitar el vertido de aguas negras en los patios de las viviendas y retirar de ellos a los animales recluidos.

Particularmente se instó a propietarios y responsables de cafés, tabernas, cines, sociedades y demás locales públicos -incluso iglesias-, a su aseo y barrido con serrín humedecido en una disolución antiséptica. Cuando la epidemia llegó a su punto álgido a finales de octubre, con el Hospital totalmente desbordado sin una cama libre, también se prohibieron de un plumazo todos los espectáculos, conciertos y bailes hasta nueva orden.

Ese control sanitario se acentuó en los transportes de pasajeros, especialmente en trenes y autobuses, al tiempo que se blindó la provincia entera en sus fronteras marítimas y terrestres con el país vecino.

El gobernador civil no tuvo más remedio que prohibir los cortejos en los entierros, así como la tradicional visita a los cementerios en los días de Santos y Difuntos, en aras de una razón superior. Cada muerte a causa de la gripe fue seguida de una desinfección obligatoria en la vivienda del finado.

Buena prueba de que aquella gripe no respetó a nadie, estuvo en que el alcalde Javier Vieira Durán, y el primer teniente de alcalde, Manuel Paz Cochón, cayeron enfermos a las primeras de cambio y tuvieron que guardar cama. El temido virus causó estragos entre el personal del Ayuntamiento y dejó reducida la Guardia Municipal a solo cinco efectivos.

A partir de entonces, el segundo teniente de alcalde, Faustino Guiance, asumió las riendas de la capital y se desvivió en el cumplimiento de sus obligaciones y atenciones a los necesitados.

Los pontevedreses estuvieron más que nunca a la altura de las circunstancias en aquellos penosos días y brindaron un ejemplo de altruismo digno del mayor encomio. Entre la solidaridad general de unos vecinos con otros, independientemente de su clase social, destacaron muy especialmente el Ropero de Santa Victoria y el club de los Exploradores, que atendieron dos necesidades básicas: el abrigo y la comida.

La primera, recogió donativos y proveyó de vestidos, ropas y mantas a enfermos y pobres. Y el segundo, montó y atendió en su local de San Francisco una cocina económica igualmente sufragada con generosas aportaciones en dinero y en especie, donde nunca faltó un tazón de café con leche, un plato de caldo, un pedazo de pan y otros alimentos, tres veces al día. Este servicio contó además con una perfecta organización, mediante turnos programados, y la colaboración de incontables voluntarios civiles que también llevaron alimentos a las viviendas de los postrados.

Al frente de ambas instituciones estaban la marquesa y el marqués de Riestra, respectivamente, quienes dieron una vez más ejemplo de generosidad y altruismo sin límite para con Pontevedra y los pontevedreses.

La parroquia de Lérez se convirtió en especial punto negro por partida doble: porque su cementerio pronto quedó colapsado, sin lugar alguno para acoger una tumba más; y porque vivió la tragedia de una familia numerosa que perdió cinco miembros, la madre y cuatro hijos, en cinco días, ante los ojos incrédulos del padre y sus otros cinco hijos. La Diputación negó una ayuda de 150 pesetas a los supervivientes, y ese gesto incomprensible motivó la apertura de una suscripción a su favor, que superó con creces dicha cantidad.

Con la llegada de noviembre, la epidemia comenzó a remitir, y la Junta de Sanidad permitió de forma gradual la apertura de escuelas y la celebración de ferias y espectáculos. Afortunadamente no hubo marcha atrás en forma de rebrote alguno y la ciudad recobró poco a poco su tradicional calma.