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De vuelta y media

Los Placeres, la playa que dilapidó Pontevedra

El arenal que hizo honor a su nombre alcanzó la gloria y luego descendió al infierno en la primera mitad del siglo XX

Cuando el siglo XIX tocaba a su fin, la playa de Los Placeres adquirió carácter propio a nombre de Eugenio Montero Villegas, para uso reservado de los clientes de la Casa de Baños y del Gran Hotel. El hijo del Cuco de Lourizán se convirtió en dueño y señor de aquella zona marítimo-terrestre mediante una concesión gubernamental con fecha de caducidad.

Prudencio Rovira Pita, destacado periodista pontevedrés en la villa y corte madrileña, seguramente fue el primero que puso su buena pluma al servicio de aquel arenal incomparable, hermoso y señorial.

"Con tal denominación -escribió- se quiso significar un tiempo los remansos que el mar forma en su avance sobre la tierra. Pero cuando pasen los años y el rústico promontorio vaya aderezándose con nuevas galas de cultura y de progreso, y se pueble de un modo permanente con la colonia de bañistas que hoy acude a él por breves horas, y resuene en toda la ribera el estruendo de sus fiestas, acaso el nombre poético de la playa pontevedresa cobre por esos mundos fama de lugar encantado por los genios de la alegría, del bullicio y del bueno tono".

Esto contó Rovira en una larga crónica dedicada a Montero Villegas, tras pasar allí una tarde oyendo un minué.

Unas cuantas familias pontevedresas y foráneas disfrutaron en exclusiva de la playa de Los Placeres aproximadamente los quince primeros años del siglo XX, incluso después del cierre definitivo del Gran Hotel y la Casa de Baños. A su belleza natural unía su situación envidiable, con la ventaja añadida del servicio del tranvía a vapor desde Pontevedra y Marín.

Las crónicas locales reseñaron el suceso más dramático allí acaecido a mediados de septiembre de 1914, que a punto estuvo de costar la vida a una madre y su hija, de renombrada ascendencia. Ambas perdieron pie y desaparecieron en aquellas aguas tranquilas, pero Miguel Losada logró arrastrar sus cuerpos hasta la orilla y ponerlas a salvo. Su intervención fue providencial.

Algún tiempo después resultó muy comentado en 1922 el robo de un bolso con alhajas de gran valor, que denunció Elvira Fernández. Todo el mundo se preguntó qué demonios hacía aquella vecina de Ourense en la playa de Los Placeres, tomando el sol junto a un tentador joyero, que perdió de vista en algún momento. Un amigo de lo ajeno hizo su agosto, nunca mejor dicho.

"Podíamos ser el mejor pueblo veraniego de Galicia con solo un pequeño esfuerzo. Pero ahí está abandonada la playa de Los Placeres. Rocosa y descuidada, con unas casetas ridículas y antiestéticas", escribía Joaquín Poza Juncal, al tiempo que solicitaba su limpieza y mejora.

Desde mediados de los años 20, la imagen idílica de Los Placeres en su conjunto empezó a perder su atractivo por una cierta transfiguración, quizá más artificial que natural, aunque hubo de todo un poco. A ese declive no resultaron ajenas las extracciones de arena para distintos fines, incluida la construcción del ferrocarril a Marín, que inició aquellos días una andadura interminable.

Cada poco tiempo, la prensa de la época recogía un lamento o entonaba un réquiem por la única playa que tenía el municipio de Pontevedra, pero sin ningún resultado tangible.

Un edicto firmado en julio de 1930 por el comandante de Marina, José Blein, recordaba que Bueu, Silgar (Sanxenxo), Placeres (Pontevedra) y la playa del Castillo (Marín), eran las únicas que disponían de medios de auxilio para los bañistas y, por tanto, las únicas permitidas a efectos normativos.

"Toda persona -advertía- que sea sorprendida en lugar distinto a los autorizados será objeto de sanción, que se hará mayor si se encontrase desprovista del oportuno bañador".

La habilitación de otra casa de baños en Los Placeres con un carácter más popular y menos selectivo que su predecesora, quizá supuso entonces la última oportunidad de salvar la playa y mejorar su estado. Pero solo resultó un espejismo que duró poco tiempo.

Cuando a principios de 1936, Pontevedra ultimaba la formación de un comité de entidades y representaciones para trasladar a Madrid sus principales demandas ciudadanas, el periodista Manuel Cabanillas -padre de Pio- propuso una gestión en favor de la playa de Placeres (ya había perdido buena parte de sus reconocidos atributos por el camino), incluyendo la supresión de los peñascos que condicionaban el baño. Sin embargo, la Guerra Civil truncó aquella bienintencionada gestión.

La llegada del trolebús en sustitución del viejo tren a vapor tuvo su parte buena y su parte mala para la playa de Placeres: la parte buena fue que no solo mantuvo, sino que mejoró el servicio; y la parte mala fue que acercó la playa de Portocelo a los pontevedreses. No había color entre una y otra.

A partir de entonces, muchas familias empezaron a decantarse por Portocelo, pese a la caminata obligada desde Marín con los bártulos al hombro por la cuesta empinada de la Banda del Río. Otras familias se conformaron con el servicio de las barcas al otro lado de la Ría, desde As Corbaceiras hasta A Puntada y, sobre todo, de las motoras de los hermanos Reyes a Lourido.

Hasta un primario astillero que mezclaba chatarra con arena se autorizó en Placeres sobre la misma playa. Ante semejante deriva, el alcalde Argenti Navajas no tuvo ningún reparo en entonar un singular réquiem cuando se anunció el establecimiento de la fábrica de pasta Kraff en 1956.

"La vida sigue su curso -dijo en una alocución al pueblo-, y así como en la Edad Media los barcos atracaban en nuestra Plaza del Muelle, ahora no pasan de Marín. Y de la playa de Placeres no queda el hotel, ni la casa de baños, ni siquiera la arena?."

Filgueira Valverde se esforzó cuanto pudo por lograr la salvación de aquella playa cuando llegó al Ayuntamiento, a finales de la década de los años 50. Yo mismo conté en un libro dedicado a su etapa como alcalde(1959-68) todos sus afanes y desvelos por lograr tal propósito. Incluso solicitó su transferencia al Ministerio de Obras Públicas, porque estaba convencido de su compatibilidad con la fábrica vecina, hasta que topó con la dura realidad.

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