El pasado viernes la Confederación de Empresarios de Galicia (CEG) debería haber elegido a su nuevo presidente. Debería, porque la asamblea general quedó anulada al no haber ningún candidato dispuesto a optar al cargo. En nuestra comunidad tenemos 68.500 empresarios con asalariados a su cargo y ninguno de ellos ha querido postularse para liderar un colectivo en teoría clave pero que vive inmerso en situación de desgobierno y guerra interna. De caos.

La última vez que la CEG remitió una valoración institucional sobre los datos del paro fue en junio del año 2015. Desde entonces la tasa de desempleo se ha reducido en cinco puntos -hasta el 15% actual--, se celebraron dos elecciones generales, se consumó la primera moción de censura de la historia parlamentaria de España, La Moncloa ha cambiado de inquilino y Reino Unido decidió abandonar la Unión Europea, por poner varios ejemplos que ilustran los extraordinarios cambios vividos. Y en este contexto de permanente evolución, la que es todavía la principal organización empresarial de Galicia -agrupa a 150.000 sociedades, la mayoría pymes- lleva más de tres años en un limbo institucional, minada por luchas intestinas de poder que ya han provocado la salida de tres presidentes en este periodo. Endeudada, condenada por uso irregular de fondos públicos, convertida en reino de taifas, ahora nadie quiere tomar las riendas.

El mandato del vigués José Manuel Fernández Alvariño duró poco más de dos años (2013-2015), después de haber asumido la presidencia al tercer intento y tras la retirada del sempiterno patrón de A Coruña, Antonio Fontenla, líder de la confederación provincial desde el año 2000. Alvariño nunca contó con el beneplácito de las organizaciones sectoriales, sin las que la gobernanza de la CEG se hace imposible. Así que ya durante la gestión del vigués, la patronal gallega ha sido y es rehén de sus propios pecados.

Resulta curioso que una confederación que ha atacado siempre los localismos sea ahora cautiva de ellos: A Coruña no quiere un presidente de Pontevedra, Pontevedra no quiere otro delfín de Fontenla y las organizaciones sectoriales rechazan quedarse diluidas en el organigrama y en el reparto de fondos. La consecuencia de este maremágnum es que en los últimos años la CEG ha estado al margen de todos los acontecimientos y decisiones políticas que han tenido un impacto en las cuentas y las perspectivas de sus asociadas y a las que se debe, las empresas.

Su rol lo han asumido, con mayor o menor pulso, las Cámaras de Comercio y los círculos empresariales, que hasta ahora no forman parte de la agenda de diálogo social. La confederación gallega percibe al año 600.000 euros de dinero público en concepto de ley de participación institucional, justo la tarea a lo que menos se ha dedicado. Por no decir nada. Lo único que ha disimulado el infernal embrollo en el que está sumida la CEG, sin mérito por su parte, ha sido el bache económico y de imagen de las organizaciones sindicales.

Cuando Fontenla asumió la presidencia de la Confederación de Empresarios de A Coruña todavía circulaban las pesetas. Presidió la organización gallega durante doce años, hasta que parecía haber entendido que su tiempo había concluido. Pero no fue así. La realidad es que se ha resistido a echarse a un lado. Dieciséis años después de ocupar la presidencia de la gallega (en 2001), y pese a que existía un pacto entre todas las provinciales para no presentar ningún candidato sin consenso, el coruñés inscribió a su número dos (Antón Arias) a diez minutos de que sonase la bocina en un clamoroso ejemplo de deslealtad y falta de palabra. Era enero de 2017 y Arias, que llegó al cargo de manera vergonzante, apenas aguantó un año. Hoy, 18 meses después, todavía no se vislumbra un sucesor.

Es innegable la ascendencia de Antonio Fontenla en el colectivo, sobre todo en la patronal coruñesa. Sin embargo, este curtido y maniobrero personaje ya debería saber que en la vida pública, y ejemplos recientes hay que lo corroboran, es tan importante saber estar como saber marcharse a tiempo. Por el bien de las empresas y de la economía gallegas. Y no solo por una cuestión de relevo generacional -que también, porque Fontenla tiene 75 años-, sino para eliminar un factor que en la CEG, y esto también es indiscutible, genera mucha tensión. Por no citar, además, que la condena de casi medio millón de euros impuesta a la confederación por uso irregular de fondos públicos deriva en gran medida de su gestión. Él nunca ha asumido responsabilidades, pero, sorprendentemente, tampoco se nadie se las ha pedido.

Sin embargo, la (mala) salud de la patronal gallega no puede imputarse en exclusiva a la acción de Antonio Fontenla. Sus cuatro confederaciones provinciales han favorecido el desgobierno y han sido cooperadoras necesarias en su deterioro. Son cómplices necesarias del desaguisado.

La profunda crisis por la que atravesó la de Pontevedra -la disputa de Jorge Cebreiros con las sectoriales llegó a los juzgados por denuncias de amaño en las elecciones- salpicó a la CEG y favoreció la victoria de Antonio Dieter Moure, impulsado por las fuerzas enemigas de Cebreiros y los votos a favor de A Coruña. Dieter, tras resistir nueve meses en el cargo, es hoy uno de los arietes de Fontenla.

El juego de poder se repitió con su sucesor Antón Arias. Apenas asentado en su nuevo puesto, dejó estupefacto a la mayoría de los empresarios gallegos cuando defendió en unas manifestaciones públicas una consulta pactada para resolver la crisis catalana así como la derogación de la reforma laboral. A la vista de un discurso tan sui géneris, los asociados de la CEG le abrieron la puerta de salida en tiempo récord.

Como se ve, la presidencia de la patronal se ha convertido en un complejísimo juego de tronos, que no ha interesado a nadie más que a los propios vocales de la confederación. Los empresarios no están para perder el tiempo, que recordemos también es dinero, en estériles luchas palaciegas ni conspiraciones que a muy pocos benefician. Esta es la verdadera razón por la que nadie quiere ahora tomar las riendas de este grupo.

En este escenario, a los fundadores (las provinciales) y demás asociados de la patronal gallega se le deben exigir dos cosas: o se ponen de acuerdo para reconducir una situación que sobrepasa el esperpento; o, si no son capaces de hacerlo, y por ética y sentido de la responsabilidad, tendrán que instar a la junta a su disolución, con la consiguiente renuncia a los fondos públicos. Un dinero que, por cierto, ya ha sopesado repartir entre las provincias, vaciando de contenido, significado y razón de ser a la Confederación de Empresarios de Galicia, una asociación a la que, por lo visto, solo le une hoy la argamasa de los euros públicos.

Por fortuna, y, en paralelo a la autodestrucción de la CEG, en los últimos años han aflorado otras organizaciones de carácter empresarial, como el Círculo de Empresarios de Galicia, que ha entendido cuál es el papel que tienen que jugar en el tablero público. Así el Círculo se ha mostrado firme en la reivindicación de mejoras para sus socios, las principales compañías gallegas; ha reclamado el cumplimiento de los plazos del AVE a Galicia y exigido de forma reiterada la conexión por Cerdedo; ha clamado por la supresión del peaje en Redondela o por el levantamiento de las barreras de la AP-9 durante los colapsos; y ha instado a construir un gran consenso político nacional en los grandes asuntos para no perturbar la marcha de la economía. En fin, el Círculo de Empresarios de Galicia ha hablado alto y claro en los últimos años, un tiempo durante el que la patronal gallega ha permanecido callada, demasiado ocupada en sus reyertas internas, en una insoportable batalla de sillas.