Síguenos en redes sociales:

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Las sectas suelen ser venenosas

Una española acaba de ser encontrada en la selva de Perú, adonde la llevó su devoción por el príncipe Gurdjieff. El tal Gurdjieff no es eslavo, como sugiere tal apellido, sino peruano de pura cepa, electricista de oficio y Félix Manrique por verdadero nombre. Uno de tantos buhoneros del esoterismo que pululan por internet y las redes sociales, con sorprendente éxito incluso entre las gentes supuestamente instruidas del Primer Mundo.

Manrique -o Gurdjieff, para sus devotos- vendía gnosis y budismo en un canal de Facebook bajo el título de Príncipe Venerable Maestro. Tamaña exhibición de superchería debiera haber invitado a la sospecha, pero qué va. A pesar de que escribe -y probablemente piensa- con gruesas faltas de ortografía, el intitulado príncipe consiguió hacerse con un harén de mujeres que aceptaron convivir con y trabajar para él.

No hacía proposiciones sutiles ni mucho menos románticas, precisamente. En uno de sus reclamos escribió: "Si alguna chica desea mudarse de su casa y país conmigo, escríbanme". Y, para que no hubiese dudas ni malentendidos, aclaraba a continuación: "Será por el sistema roommate (compañera de cuarto), solo que follando". En la oferta incluía aumentos de pecho de "hasta tres tallas".

Sorprende que un individuo iletrado y más bien tosco en el cortejo como este haya podido atraer a mujeres de varias naciones, incluida la teóricamente desarrollada España. En realidad, nada hay de nuevo en esto, una vez sabido el carácter tóxico de las sectas: a menudo tan venenoso como algunas especies de setas.

Valga, entre otros muchos, el caso de los 76 miembros de la secta davidiana de Waco, en Texas, que murieron al enfrentarse con las fuerzas del FBI, siguiendo los mandatos de su líder David Koresh. El astuto Koresh, copioso bebedor de cerveza, se había declarado heredero o sucesor de Jesucristo, alta magistratura que le permitió convencer a decenas de sus sectarias para que se acostasen con él, dado que esa era -decía- "la voluntad de Dios".

Tal vez los más memoriosos recuerden también el aún más grave suceso de Jonestown, en Guyana, donde unas 900 personas murieron en 1978 en el mayor suicidio colectivo del que se tiene noticia reciente. El jefe de la secta, Jim Jones, las había convencido, al parecer, de que la ingesta de cianuro no era en realidad un suicidio, sino un "acto revolucionario" congruente con la doctrina de socialismo religioso que practicaba el grupo a instancias de su fundador.

Con cianuro se habían suicidado igualmente, décadas antes, los principales jerarcas de la mucho más numerosa secta nazi. También en este caso fue un histrión vagamente psicópata de nombre Adolf Hitler el que logró seducir con sus prédicas esotéricas a los alemanes que, en esa época, gozaban justa fama de ser uno de los pueblos más cultos del planeta. Todavía hoy se debate cómo fue posible que la nación de Bach, de Beethoven, de Wagner, de Goethe, pudo rendirse incondicionalmente al pequeño y trastornado cabo austriaco.

No hay una explicación obvia, salvo el venenoso atractivo que la oferta de un Paraíso en la Tierra ejerce sobre los cautivos de las sectas. Aun así, cuesta entender lo del nazismo y, a mucho más modesta escala, lo de ese príncipe peruano de apellido ruso que tanto éxito demostró en la captación de mujeres para su serrallo. Tendrán que investigarlo los expertos en toxicología.

stylename="070_TXT_inf_01"> anxelvence@gmail.com

Esta es una noticia premium. Si eres suscriptor pincha aquí.

Si quieres continuar leyendo hazte suscriptor desde aquí y descubre nuestras tarifas.