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Recetas

Un amigo periodista que es un maestro en el arte de escribir artículos lúcidos y brillantes como iluminaciones, me comentó una día que la mejor forma de cagarla en un artículo era no saber cómo empezarlo; decía que para que un artículo resultara decoroso, se necesitaba una primera frase contundente como una sentencia, una frase atractiva que ejerciera de cebo sobre el lector y, a modo de ejemplo, merced a su memoria infatigable, repitió tres o cuatro comienzos de conocidas novelas que obligaban al lector a seguir el hilo como si estuviese hipnotizado. Debo confesar que no sé cómo iniciar este artículo mío, no tengo un vislumbre sino vago de lo que quiero decir y sospecho que el final va a ser esencialmente desastroso por lo que quizá proceda dejarlo as y tener la decencia de escribir una sola palabra (fin) y esperar a que vengan las ideas o las musas a echarte una mano.

El caso es que mi pretensión era hablar de un género literario: el gastronómico. Pero no me refiero a alusiones culinarias que uno puede hallar en las novelas de Vázquez Moltabán, en el inicio de Quijote o en algunas páginas de Rabelais por citar algunas cuñas; más bien, ese género debería rebautizarlo como "recetario".

Todo esto pensé cuando hace unos días vino el técnico encargado de revisar la caldera de nuestro piso (inclúyase en el nuestro no sólo a la pareja y demás miembros de la familia sino, por ejemplo, a los elementos bancarios adheridos y hube de desalojar una balda en la que encontré una colección de recetarios con los cantos pringados de polvo. Allí no faltaba nada: desde esa especie de Biblia que es 1.080 recetas de Simone Ortega, otro de la misma autora y su hija con canapés y demás exquisiteces, un tercero para preparar cócteles, tres libros de tres conocidos cocineros (o restauradores), separatas de revistas con nuevas propuestas culinarias, fotocopias de recetas extraídas de algún periódico o semanario, folios manuscritos con la letra de mi mujer, más folios manuscritos con la caligrafía de (sospecho) amigas de mi mujer y, en definitiva, un muestrario perfecto para abrir un restaurante y suministrar a los comensales una variedad universal de platos típicos, ya que había, igualmente, un recetario marroquí, otro mexicano, uno gallego, uno andaluz, otro asturiano, uno extremeño y asimismo uno atalán.

Digamos que no menos de cinco kilos de literatura gastronómica que jamás abrí salvo en ocasiones en las que mi mujer me pidió que le echara una mano porque no tenía la seguridad con las dosis exactas para obtener un sobresaliente. A la vista de aquella biblioteca gastronómica, mientras el encargado revisaba la caldera, se suscitó en este articulista aficionado un efecto proustiano. Porque recordé a la abuela Elisa en A Rúa, azacaneándose en la cocina, siempre de memoria, sin consultar libro alguno, poniendo en práctica un ejercicio que probablemente hubiese heredado de su madre; recordé asimismo que todas las mañanas, su hijo y yo, que era un chaval de pocos años, cogíamos el coche e íbamos a una fábrica de La Estación, que distaba un par de kilómetros de casa, a coger una barra de hielo para meterla en la fresquera y, claro, ahora sí, uno puede remedar lo de "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento", etcétera.

Me sobrevino luego la imagen de mi madre (la hija de Elisa) faenando en casa entre potas y cacharros y pucheros donde según Santa Teresa anda Dios, preparando nuestras comidas y nuestras cenas sin acudir a manual alguno, de nuevo, casi sin duda, echando mano de lo que oralmente su madre le había transmitido y, eso sí que lo recuerdo claramente, ella tenía ese libro titulado Picadillo, si no me equivoco, que era como las Tablas de la Ley a la hora de argumentar entre la cocina de carbón y las primeras eléctricas. Mis dos hermanas, ambas desgraciadamente fallecidas antes de lo que en teoría debería corresponderles, eran unas excelentes cocineras y a ningunas de ellas las vi jamás, cuando me invitaban a comer, destripar sesudas páginas para aliñar convenientemente cualquier manjar: ese aprendizaje lo había heredado de su madre y, circunstancialmente, alguna amiga les había suministrado, sin necesidad de escribirlos, los secretos de un plato determinado y exótico. Y en los treinta y tantos años de casado, aunque el territorio de la cocina ya no es afortunadamente un ámbito femenino, apenas en media docena de ocasiones (y acaso exagero) vi a mi mujer echar mano de ninguna receta: actuaba como había visto hacerlo a su madre, a su abuela, a su suegra, a sus cuñadas, a su hermana en esas conversaciones íntimas que se dan en la cocina, cuando alguien aclaraba el secreto de un plato (un golpe de unto para los callos, una hoja de cilantro para aquello otro, una miajita de pimienta para esa carne, unas láminas de ajos sofritos en aceite de oliva virgen extra para redondear el arroz blanco) y eso iba derivando de una persona a la otra, incorporándose a su sabiduría culinaria y se terminaba por construir un plato único y excepcional. Por eso, la avalancha de libros con recetas de cocina me sorprendió: jamás se usaban; eran como la Constitución Española: todos hablamos de ella y pocos la leyeron; a mayores, bastantes se la pasan por el forro.

¿Para qué sirven esos libros de cocina? ¿Realmente iluminaron a alguien en su quehacer doméstico? No lo sé. Lo que sí sé es que, al menos en mi experiencia particular, las recetas se van contando de una generación a otra, como se cuentan historias de familiares que emigraron o murieron en la guerra o fueron beatos o llegaron a gobernadores civiles: forman parte de la mitología familiar y casi nadie que esté al frente de los fogones, tiene un libro abierto a su lado para medir las dosis necesarias porque es la memoria que se transmite de unos a otros la que al final termina por aliñar ese manjar con el que disfrutamos y que nos resulta tan familiar que a veces ni siquiera le damos la importancia que merece. Ahora sí, mejor o peor, cabe poner el término a este galimatías, aderezar este guiso malamente apurado con la palabra FIN: porque ya nombré a algunas de las mujeres que quise a lo largo de mi vida. Faltan, claro, las que vienen detrás pero ese amor se da por sabido.

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