Corre iracundo por las arterias de nuestra sociedad como espada justiciera que todo lo afronta, todo lo combate y todo lo vence. No concede tregua a la mesura porque el pueblo clama venganza. No se detiene ante la prudencia porque la indignación no admite dilaciones. Es el populismo inclemente que todo lo juzga a la única luz de su razón. El mismo que a caballo de los avances tecnológicos invade plazas y tabernas, hogares y ciudades, personas y voluntades. No hay disputa que no afronte ni argumento que le pueda. Es irreverente, terco y empecinado porque él es el pueblo, como Luis XIV era el Estado. Fiel escudero de aquel personaje de Dickens: "Siempre debes hacer lo mismo que la masa. ¿Y si son dos? Grita siempre con la más numerosa". Tal vez por ello decía Platón que la demagogia es el mayor peligro que acecha a toda democracia.

Desde Trump a Duterte, de Maduro a Tsipras, de Beppe Grillo a Farage, o de Iglesias a Le Pen, por citar tan solo algunos, todos ellos irrumpen en la inmensa ágora de nuestra realidad con la irreverente promesa de crear un nuevo orden, que aposente los derechos fundamentales que la historia ha revelado, no sin grandes esfuerzos muchas veces, pero que ampare además la conquista de inciertos e inescrutables retos. Sospecho que no todos se habrán acercado al Manifiesto Comunista de Marx y Engels pero también en ellos anida una lucha de clases sociales como fuente y motor del gobierno de los pueblos, de la gente oprimida y subyugada, la que con ellos al frente habrá de proclamar: ¡ya gobernamos!, ¡al fin, la democracia!, ¡el pueblo ha sido redimido! La élite corrupta expulsada y la gente pura podrá gobernar libre de esclavitud y ataduras.

Cierto es que los modos y los fines en cada uno son diferentes: de la Grandeur de la France, de Le Pen, al American First de Trump; del Brexit de Boris Johnson y Farage a la corrupción de la casta de Iglesias; del Grecia no devuelve préstamos de Tsipras, al Inmigrants go home, de los países nórdicos. Pero todos cabalgan sobre el mismo corcel: los políticos son todos corruptos, cuando menos incapaces de satisfacer los legítimos derechos de sus ciudadanos; merecen su destino. Y si el Estado y sus instituciones no amparan, impiden o constriñen materializar sus postulados amenazan su derribo y sustitución. Y es que la apelación al Pueblo no admite trabas: si todos lo formamos, ¿quién se va a oponer?

Sin duda, la historia de la humanidad nos brinda ejemplos de quienes que supieron ofrecer dignidad y progreso a sus gentes, pero también generaciones que confiaron su destino a siniestros personajes que convirtieron sueños en penurias, promesas en frustraciones y ambiciones en infiernos. Si algo hemos aprendido de lo andado es que nada es absoluto ni perfecto, más allá de las creencias de cada cual. Ni sistemas ni teorías, ni proclamas ni realidades pueden constreñir el ansia de libertad de la humanidad, por duro que sea el camino. Pero habremos de convenir también que, pese a las grandes crisis que nos afectan, con sufrimiento en tantas gentes, Europa, nuestra vieja Europa, goza hoy de avances políticos y sociales que pocas veces soñaron nuestros antepasados. Razón por la que tantas personas arriesgan sus vidas atravesando mares y montañas, sin otros medios que su desesperación y su valor.

A las diversas fuerzas políticas corresponderá por tanto la obligación de recoger, interpretar y llevar a cabo la voluntad de las gentes. Con verdad, lealtad y honestidad, pero también con un liderazgo firme y didáctico que marque el camino a seguir. El no hacerlo solo conduciría al destierro y la melancolía, y franquearía la puerta a quienes no ven en el otro un semejante sino un enemigo a combatir.

Dura pero ilusionante tarea que solo podrá avanzar a la luz de la moral y la ética: aquella, conjunto de principios, normas y costumbres esenciales que una sociedad adopta como propios, y la ética, en cuanto a esos valores que hacen que nuestra vida merezca ser vivida. olo de ellos nacerán el respeto, la solidaridad y la justicia.