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Ceferino de Blas.

La movilidad de las estatuas

Las ciudades son seres vivos. Basta repasar una serie fotográfica de distintas épocas o simplemente ausentarse durante un tiempo para corroborarlo.

Se aprecia más en las poblaciones dinámicas, a diferencia de los viejos pueblos, en los que parece que el tiempo ha quedado suspendido como en los relatos de Juan Rulfo.

Cambian los barrios, las calles, los elementos urbanos, la ornamentación. Es signo de vivacidad. Por estético que parezca el pasado, si no se conjuga con la modernidad, los pueblos se convierten en contextos arqueológicos. ¡Apañadas están las ciudades que solo miran hacia atrás!

También se modifican los nombres del callejero, las más de las veces por razones políticas e ideológicas. Incluso en Vigo, donde no ha habido mucho trajín memorialístico, ¿cuántas veces mudó el nombre de la calle Urzáiz?

Con menor frecuencia, también cambia el emplazamiento de las estatuas, cuya construcción suele estar ligada a la memoria, a la gratitud y reconocimiento hacia personajes o hechos que han marcado su devenir y han puesto hitos en la historia local.

Por lo general, la movilidad de las estatuas no se debe a razones de tipo ideológico, sino que responde a la necesidad o el pragmatismo.

(Salvo en los casos muy significados de caídas de sistema, como la retirada de las estatuas de Franco o en la URSS, las de los dirigentes soviéticos.)

Dos ejemplos vigueses ilustran este supuesto. La escultura de Elduayen, sin duda la más lograda e importante de las que existen en la ciudad, sufrió cambios de ubicación, hasta la actual de las Avenidas, desde su emplazamiento original en A Laxe. Allí se colocó la primera piedra, y se aplicó el ritual de sepultar los periódicos del día y otros elementos del momento, que recordaban la fecha inaugural.

La de Curros Enríquez, que en la actualidad se yergue en los jardines de la Alameda, había sido desplazada al monte de O Castro desde su primitivo emplazamiento, hasta que por una campaña periodística se reubicó.

Algunas de las nuevas estatuas, de las más de trescientas de todo tipo, tamaño y contenido, que están censadas en la ciudad, se han integrado bien en el paisaje urbano: Los caballos de Oliveira, la Puerta del Atlántico, el Sireno, la de Rosalía de Castro.

Pero basta repasar los periódicos de la época para percatarse de las polémicas que suscitaron algunas en el momento de su instalación.

Sin que desatara el gran revuelo que produjo el Sireno, de Francisco Leiro, motivado más por la propia escultura que por el lugar de emplazamiento, la estatua de los Rederos de Ramón Conde causó más polémica por la ubicación. Los contrarios, se mostraban poco propicios a que aquel monumento, que ahora se ha encardinado por su aceptación, se colocara al comienzo de la Gran Vía.

Ahora se vuelve a polemizar en sentido contrario, ante la eventualidad de un traslado de la estatua, como si un elemento de corte marinero, que parecería tener buen encaje en torno al puerto, y mirando al mar, fuera inamovible.

Como se ha visto tiene precedentes, como la estatua del prócer García Barbón, que también cambió de lugar.

El contexto escultórico vigués es relativamente reciente. Las estatuas llegaron a Vigo tarde, muy a finales del XIX.

La razón hay que buscarla en la esencia de la ciudad, que es pragmática. Lo demuestra este periódico, que es la representación más genuina de su idiosincrasia: nació como comercial, agrícola e industrial.

A diferencia de la inmensa mayoría de prensa coetánea. que tenía unos orígenes políticos, religiosos o en defensa de particulares, el de Vigo abogaba por los intereses generales.

De esa postura no se puede deducir que la ciudad fuera ajena a la historia, al reconocimiento de sus ilustres o ignorase que un monumento embellecía el entorno y prestigiaba a la ciudadanía. Significaba que en sus prioridades primaba el desarrollo y la mejora de vida de sus ciudadanos.

Fue a finales del XIX cuando comenzaron a instalarse esculturas en la ciudad, como tributo a dos personajes que han hecho historia: la de Méndez Núñez, en 1892, la de Elduayen, cuatro años más tarde.

No proliferan en Vigo las estatuas, pero tampoco es de las ciudades que descuide este aspecto, como demuestra el número de las existentes.

De las que adornan las calles se pueden resaltar: la de Elduayen, de Agustín Querol, la recua de caballos, de Juan Oliveira, el monumento a los héroes de la Reconquista, de González Pola, la Puerta del Atlántico, de Silverio Rivas, y por su originalidad, el Sireno, de Francisco Leiro.

Todas merecen lucir en los actuales emplazamientos, y ser símbolos monumentales de la ciudad. El resto, salvo por la significación concreta que guarden con el lugar que ocupan, son perfectamente removibles si lo exigen las necesidades urbanas,

Lo importante es que luzcan todas ellas en sitios adecuados.Y cumplan la función memorial y la ornamental.

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