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De vuelta y media

Los circos que llegaron en trenes

El francés Zoo Circus en 1927 y el alemán Carl Hagenbeck en 1934 revolucionaron Pontevedra con sus recorridos callejeros hasta A Moureira y A Eiriña

Cuando los circos más grandes del mundo incluyeron España en su hoja de ruta durante las primeras décadas del siglo XX, desecharon los camiones para sus desplazamientos a causa del mal estado de las carreteras y optaron por unos trenes que ofrecían mayor seguridad y mejor servicio a sus necesidades operativas.

El legendario Zoo Circus de los hermanos Alfred y Jules Court realizó su primera gira por este país en 1927 y Pontevedra ocupó un lugar en su calendario artístico. Siete años después, el circo alemán Carl Hagenbeck, fundado en Hamburgo por el prestigioso zoólogo del mismo nombre, hizo lo propio en 1934. Su éxito fue enorme.

La estancia de uno y otro en esta ciudad coincidió en el mes de septiembre, pero el primero programó cinco funciones en tres días, en tanto que el segundo solo estuvo dos días y ofreció tres actuaciones.

Mientras que el Zoo Circus se ubicó en la explanada de A Moureira, junto a Talleres Pazó, el Carl Hagenbeck se instaló en el Campo del Progreso, en A Eiriña, al otro lado de la ciudad. Por tal motivo, el tránsito del segundo resultó más vistoso y festivo que el traslado del primero por su diferente equidistancia desde la estación del ferrocarril. También la gente en general, y las pandillas y los rillotes en particular, bullían más en la calle en tiempo de la República, que durante la época de la Dictadura de Primo de Rivera.

Lo que el Carl Hagenbeck desplazaba en dos trenes especiales y noventa y ocho vagones, lo comprimía el Zoo Circus en un solo ferrocarril con cuarenta y cinco unidades. Esta diferencia tan ostensible ponía de manifiesto el deshago del operativo general de uno con respecto al otro, pese a que ambos movían un número muy semejante de personas (entre 250 y 300) y de animales (entre 450 y 500), y las carpas principales tampoco eran muy distintas, puesto que sus capacidades oscilaban entre 4.500 y 5.000 espectadores.

El primero tenía fijado un periodo aproximado de cuatro horas para su instalación en cada lugar, incluyendo la descarga de los vagones. El segundo duplicaba dicho tiempo para las mismas tareas, pero bajaba de ocho a cinco horas el proceso de desmontaje y puesta en ruta.

De cualquier manera, la capacidad de organización para los desplazamientos de un lado para otro, así como la sincronía en la ejecución de todos los trabajos que demostraban ambos circos, maravillaban por igual a niños y mayores, tanto como sus números artísticos.

El engranaje era impecable. Cada tarea se ejecutaba con una perfección milimétrica, tanto dentro como fuera de la pista. Y cada cuál realizaba su función con una precisión asombrosa.

Cuando llegó a España y debutó en Madrid, Alfred Court reveló con naturalidad la clave del éxito del Zoo Circus: su aparato de propaganda.

Aquel circo empleó un potente, inteligente y moderno arsenal publicitario, que no escatimaba cuantiosos gastos en periódicos, vallas, carteles u octavillas. Tampoco desaprovechaba ninguna circunstancia favorable a tales intereses: desde la visita a sus instalaciones del jefe del Gobierno, general Primo de Vivera, hasta la muerte del domador Meurier a causa de las heridas infligidas por el tigre Bengali. Cualquier motivo u ocasión era buena para estar en el candelero.

Veinticuatro horas en la vida del Zoo Circus suponían un dineral. El legendario director francés cifró la nómina diaria en 3.600 pesetas. El sueldo más bajo de un operario era de 10 pesetas por día y los artistas disponían de contratos especiales de carácter temporal, pero no bajaban de 100 pesetas. Cada trayecto férreo del convoy circense hasta 50 kilómetros suponía un gasto de 1.024 pesetas.

El circo Carl Hagenbeck llegó a España por vez primera en 1934 después de recorrer medio mundo, incluida China y Japón, y su impresionante zoológico fue su principal reclamo: 22 tigres, 20 leones, 10 elefantes, 10 osos polares, 8 leones marinos, 6 camellos y un ejemplar único de rinoceronte con dos cuernos, sobresalían en aquel parque integrado por 450 animales tratados a cuerpo de rey. Eso garantizaba el nombre de su fundador, reconocido y admirado en toda Europa por su sensibilidad animalista.

Los comerciantes más avispados no perdieron un minuto en responder a la demanda realizada dos días antes de su estancia en Pontevedra para adquirir al mejor precio carne de caballo, asno o vacuno en buen estado; sardinas y pescadillas; y forrajes variados (heno, avena, alfalfa, salvado, etc).

El circo necesitaba cientos de kilos a diario de todos esos productos para satisfacer sus necesidades. Solo los tigres y los leones daban cuenta a diario de la carne equivalente a dos caballos sacrificados.

La barriada de A Eiriña vivió tres días excitantes por la estancia del circo en el Campo del Progreso, con su parque zoológico como foco de atracción. La entrada costaba cincuenta céntimos para los niños y una peseta para los mayores. Sin duda el momento más concurrido era a media mañana, hora anunciada sin ningún recato para la alimentación de las fieras. Allí comenzaba el espectáculo, que luego proseguía en la pista.

Petoletti, el moderno Ben Hur. Los Casis, la mejor troupe caballista del mundo. Lucie, la trapecista sin miedo. Pomi, el hombre músculo?.

Los pontevedreses que abarrotaron las cinco sesiones, tarde y noche, del Carl Hagenbeck durante su estancia en Pontevedra, disfrutaron con todos y cada uno de los veintiocho números que compusieron su espectáculo. Pero Rodolfo Mathies y sus tigres, y Alfred Kaden y sus leones, se llevaron la palma, con permiso de los singulares leones marinos de Erich Hagenbeck. Esa preferencia resultaba común en todos los lugares.

Con aquel combinado perfectamente calculado de emoción, sorpresa, risa y miedo a partes iguales, el aplauso estaba asegurado.

La venta de localidades anticipadas en el popular estanco de Dolores García en la plaza de la Herrería, soslayó las colas de última hora ante las taquillas del circo. Los precios oscilaban entre 2 y 12 pesetas y había palcos especiales por 50 pesetas. Y la compañía del tranvía ofreció un servicio a Marín con carácter especial durante los tres días al concluir la última función.

Nadie se quedó sin ver aquel circo de cine, el mayor espectáculo del mundo, que tan bien plasmó luego el gran director Cecil B. deMille.

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