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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

El huevo del referéndum

Poner urnas para un referéndum es como incubar un huevo: nunca se sabe de qué cariz será el pollo que salga de su interior. Bien puede dar fe de ello David Cameron, ex primer ministro del Reino Unido que convocó uno en la creencia de que los británicos votarían a favor de la UE y acabó arrojando a su país por el despeñadero del "Brexit".

Cameron demostró ser un aficionado en estas cuestiones. Salvo en Suiza, que es nación excéntrica, los referendos se plantean tan solo cuando el convocante está seguro de que los va a ganar.

El general Franco, gran experto en este tipo de consultas, organizó dos durante sus casi cuarenta años de dictadura; pero ambas tuvieron el éxito apetecido. Un 93 por ciento de los electores votó a favor de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado que restauraba la Monarquía, porcentaje que aumentaría hasta el 95,06 en el caso de la Ley Orgánica del Estado que le había salido de los órganos al Caudillo.

Cierto es que en algunos colegios electorales el exceso de celo de los organizadores arrojó desconcertantes cifras de participación del 120 por ciento del censo. Pero estas cosas pasan cuando el entusiasmo popular se desborda.

Algo similar había ocurrido anteriormente en Austria, donde un 99,73 por ciento de los ciudadanos votaron a favor de la anexión de su país al Tercer Reich, tan solo un mes después de que las tropas alemanas lo invadieran. Algunos quejicosos objetaron que Hitler manipuló el resultado, si bien otros sostienen que no hubo tal. Simplemente, el clima de intimidación previo al referéndum habría convencido a los austriacos de las ventajas de unirse a su poderoso vecino. Por si acaso.

Hitler tiró también de referéndum en 1938 para que los alemanes votasen a una lista única del Partido Nacional Socialista Obrero Alemán, con resultados que solo superaría -años después- el Partido Comunista de Bulgaria. Con una participación del 99,59 por ciento, un 99,01 de los electores se inclinaron por darle todo el poder a los nazis. Y después pasó lo que pasó.

De esas experiencias más bien aflictivas nace la aprensión que suscitan los referéndums entre los modernos alemanes. No es que la Constitución de la República Federal los prohíba, desde luego; pero les pasa lo mismo que a los sacerdotes con respecto al pecado: que, en principio, no son muy partidarios.

Es natural. El referéndum no deja de ser una fórmula simple y hasta simplista por la que se somete a la consideración de los electores un asunto que, generalmente, es de gran trascendencia. Lo habitual -salvo en la feliz Suiza- es que este tipo de consulta se desarrolle en medio de un fuerte clima de emotividad, dado lo mucho que se juegan los votantes a la hora de darle el sí o el no a la propuesta de sus mandamases.

Nada que ver con las elecciones ordinarias, tan complejas y tediosas, en las que la ciudadanía puede discernir entre varias opciones con la tranquilidad de saber que al día siguiente de la votación todo seguirá sustancialmente igual.

Un buen referéndum, en cambio, le pone a huevo a los gobernantes la posibilidad de legitimar sus deseos -por disparatados que sean- y ensanchar el poder del que ya disfrutan. Y si por un raro azar no saliese bien, se vuelve a repetir las veces que haga falta hasta que los ciudadanos den su aprobación. Son un chollo los referendos.

stylename="070_TXT_inf_01"> anxelvence@gmail.com

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