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Impuestos, presupuestos, trampantojos

Sobre la plusvalía, el tributo que grava las herencias y las cuentas del Gobierno de la nación

El Constitucional acaba de pronunciarse en contra de una normativa radicalmente injusta: la que permitía a los ayuntamientos cobrar una plusvalía sobre la venta de un inmueble cuando esta no se había producido. Operaban los ayuntamientos con un valor catastral atribuible al inmueble y un aumento de valor determinado en virtud del tiempo transcurrido entre la entrada en posesión del bien y su enajenación. Y así, a tuerto o a derecho, ese era para la Administración el valor del bien enajenado, hubiese sido vendido en esa cantidad o en una inferior. Y sobre esa tasación había que pagar.

Esa, digamos, exacción venía produciéndose desde siempre, pero la crisis, la caída del precio del metro cuadrado construido y la necesidad de vender habían producido que esa injusticia o atraco legal se hubiese generalizado. Tras la sentencia del Constitucional toca cambiar, al menos en los casos en que se ha producido una depreciación del bien tal que no se han producido plusvalías o se ha perdido dinero sobre el valor inicial. Pero sigue funcionando la normativa que estima cuánta plusvalía ha debido producirse, y sobre esa estimación sigue gravándose la venta en caso de que sí haya habido ganancia en la transacción.

El de sucesiones, un impuesto muy relacionado con el anterior, ya que una parte notable de las herencias están constituidas por inmuebles, está siendo hoy fuertemente cuestionado: en primer lugar, porque recae primordialmente sobre bienes reiteradamente gravados, las casas -inicialmente, con la compra, y anualmente, con el IBI-; porque castiga el ahorro, en segundo lugar; porque es desigual su carga en el conjunto de España, finalmente. Quienes lo defienden arguyen que el impuesto contribuye a paliar las desigualdades, en cuanto eliminaría, en parte, una ventaja del heredero sobre quienes no heredan patrimonio.

Es un argumento ideológico muy discutible, pero, en todo caso, lo que deberían señalar quienes piden la supresión del impuesto es de dónde se va a detraer el equivalente en ingresos. Porque aquí todo el mundo quiere eliminar impuestos o aumentar servicios, sin señalar o querer señalar de dónde va a salir el numerario para cubrir los gastos ya existentes o los nuevos.

Y eso nos lleva a la farsa de la tramitación de los presupuestos (que aún no sabemos si llegarán a buen puerto o no). Es sencillamente sorprendente desde un punto de vista intelectual que quienes no quieren que existan presupuestos de este Gobierno y que han, por tanto, laborado para ello, pretendan después introducir enmiendas a fin de que sus preferencias de gasto desplacen a las de aquellos que sí han firmado los presupuestos. Y, más que eso, resulta una especie de manifestación de una concepción del mundo milagrera el pretender que las partidas de gasto se incrementen indefinidamente, sin acertar a balbucir de dónde puede salir el dinero para tal fin.

Pero así son las cosas, lo que parece irracional o mágico en la política -incluso en la mensurable, como lo son los presupuestos- funciona perfectamente: se trata de decir a las parroquias propias lo que quieren oír y señalar ante ellas lo maligno que es el enemigo, sin que se haga patente, claro, cuál es nuestra responsabilidad en ello.

Con esos trampantojos se satisface a los de uno y se conquista a quienes están predispuestos a ello. Y así funciona. Exigiendo, incluso, algunos partidos que se pongan en marcha obras que, pese a estar anunciadas en su día, jamás fueron ejecutadas durante el tiempo en que ellos gobernaban, aquí y en Madrid.

Pero eso es exactamente un trampantojo, lo que engañando a la vista confunde también la percepción de la realidad.

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