Elevados al Parlamento por el voto exprés de la tele, los líderes de la Nueva Política empiezan a perder cuota de audiencia. Siguen saliendo por inercia en los canales que los lanzaron a la fama, pero el share ya no es el que era: y de continuar la tendencia, no tardarán en abandonar el paraíso del prime time.

La tele hace milagros, pero también quema mucho. Puede crear de la nada a Belén Esteban, a Pablo Iglesias, a Rappel o a Albert Rivera y, con la misma facilidad, abandonarlos a su suerte cuando el público se satura de ellos. El reality-show es un monstruo que necesita de un constante acopio de carne fresca para mantener el interés del televidente.

Parte de la explicación reside en que la Nueva Política ha dejado de epatar al burgués. Los treintañeros de Podemos y Ciudadanos, por ejemplo, se amorraron precozmente al pesebre de las Cortes, lo que tal vez les haya hecho perder pegada.

Recuerdan, en cierto modo, a los chavales que Jacques Brel retrató en su no muy conocida copla "Les bourgeois". Contaba en ella Brel el caso de aquellos traviesos Jojo, Pierre y Jacques que se bebían sus veinte años en el bar para luego ir a enseñarles el culo a los burgueses del pueblo, en plan más gamberro que insurgente.

Muchos años después, con las hormonas ya sosegadas y los ojos puestos en la cuenta bancaria, los indignados se habían convertido a su vez en notarios, en diputados, en senadores y en gentes de orden. Entonces eran otros jóvenes los que se mofaban de ellos mostrándoles las nalgas al desnudo.

Las cosas suceden mucho más rápido en España, país de urgencias. Será por eso que los insurgentes de aquí no esperan siquiera a entrar en la cincuentena para convertirse en los mismos burgueses a quienes hace nada amenazaban con la revolución.

Lo suyo ha sido ganarse en unos pocos meses el sillón y los privilegios adjuntos al cargo de profesional de la política en cualquiera de sus versiones. Tan rápida ha sido la transición de la calle al presupuesto que quizá se vean en el extraño dilema de tener que hacerse un calvo a sí mismos. Una maniobra que obliga, naturalmente, a quedarse con el culo al aire.

Nada más lógico si se tiene en cuenta que la política es oficio en el que conviven estadistas y hampones deseosos de fama y dinero, revueltos todo ellos en un mismo merengue. No hay sitio ahí para políticos con pensamiento de Barrio Sésamo ni para pillos de poco vuelo que se conforman con pequeños trapicheos de becario, en vez de robar a lo grande. En esto, como en todo, la veteranía y la profesionalidad son un grado.

Aun así, los líderes emergentes han conseguido en España millones de votos que en realidad no les sirven de gran cosa frente a la experiencia y las mañas de los partidos de toda la vida. Lo mismo que le ocurre, un suponer, al votadísimo cómico Beppe Grillo en Italia o a la francesa Marine Le Pen. Ninguno de ellos ha conseguido -por ahora- tocar el poder del Gobierno, que es el que realmente importa.

Todo esto resulta un tanto paradójico, ahora que la Nueva Política de los antisistema triunfa imparcialmente desde la Casa Blanca al Vaticano. Aquí, sin embargo, los insurgentes empiezan a perder cuota de pantalla en la tele incluso antes de pisar las alfombras de La Moncloa. Se conoce que todo acaba por hartar. Hasta los culebrones de producción latinoché, que tanto éxito tuvieron en España hace años.

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