Leonard Cohen se fue, a los 82 años, con insólita discreción, nada habitual en nuestros tiempos, tan solo unos días después de presentar su nuevo disco y mientras Donald Trump ganaba las elecciones, tras un tiempo de homenajes recibidos siempre con humildad, de haberse visto obligado a irse de gira porque su antigua manager y amante -cruel paradoja- le había dejado en la ruina, al tiempo que él lo observaba todo desde una inteligente distancia, sin cometer imprudencias, sin abusar del lenguaje, sin renunciar nunca a sus valores felizmente extemporáneos, sin dejar de lado su único compromiso, el arte, resistiendo con tenacidad el paso del tiempo, como el último partisano, como el último romántico, en su indestructible y adorada Tower of Song.

Y al irse nos deja a todos sumergidos en una inmensa soledad, claro, porque precisamente en soledad muchos escuchamos sus canciones, mientras descubríamos a través de algunos versos que el fracaso, sentimental o de cualquier tipo, puede poseer también un hermoso sentido estético, que no hay nada más atractivo que la lucidez de un perdedor ("Johnny Walker wisdom running high"). Leonard Cohen no solo es música o literatura sino una manera de estar en el mundo. Y esta se evidenció, por ejemplo, cuando el cantautor, en una demostración de entrega y exigencia, se emocionó en Israel porque no estaba sintiendo "profundamente" las canciones, llegando incluso a parar el concierto mientras contagiaba con sus lágrimas a una audiencia sollozante, o cuando pronunció un emotivo discurso no preparado en la concesión del Premio Príncipe de Asturias sobre la conexión emocional y musical que sentía con España, premiando de ese modo al país solo con su presencia. Si uno ahora, debido a la paradójica acumulación de acontecimientos, se puede sentir inquieto por la posible llegada de la noche totalitaria, sumarle a esa pesadumbre la contemplación del fallecimiento silencioso de los viejos héroes no hace más que incrementar nuestra desesperanza. Las luces se apagan, sin duda, pero no podemos decir que no nos lo advirtieron (Everybody Knows).

Cohen no solo me acompañó hacia la madrugada en tiempos de dolor y autodestrucción; también supuso, para mí, el descubrimiento de una autenticidad tan asombrosa que parecía inverosímil. Tuve la oportunidad de verlo en el Madison Square Garden rodeado de un grupo de músicos cómplices y unas gimnastas que aportaban fisicidad a las melodías, y lo que más me conmovió, más que ninguna otra cosa, fue el respeto con el que se dirigió al público, la curiosa manera que tenía de interactuar con él. Se quitaba para nosotros el sombrero, sin muchos aspavientos, con apreciable naturalidad, como ya nadie era capaz de hacerlo sin realizar un gesto burlonamente impostado, sugiriéndonos que aquella celebración, debido a la edad, podría ser una de las últimas etapas del desenlace de su carrera.

Lo hacía hablándonos directamente a cada uno de los que estábamos allí. Lo hacía porque era consciente, me temo, de que algún día llegaría el momento de cerrar (Closing Time) y no se quería marchar sin despedirse. Lo hacía porque pensaba que, al contrario de lo que algunos últimamente parecen encumbrar, las formas son tan esenciales como el fondo y que el estilo es el hombre. Lo hacía porque creía que la vida, en definitiva, es un camino que se debe recorrer con elegancia y dignidad.