La Administración central y los gobiernos autonómicos de todos los colores siguen en la inopia ante el cambio de las reglas de juego en la Unión Europea para la concesión de subvenciones y la movilización de recursos económicos. El dinero ya no se reparte en función de criterios políticos. Ahora prima la viabilidad técnica de los proyectos y la implicación en ellos de la iniciativa privada. En pocas palabras: que las ideas a promover resulten innovadoras y rentables para que tengan continuidad en el tiempo y no se conviertan en rémoras megalómanas de unos poderes públicos endeudados hasta las cejas.

O lo que es lo mismo, nada que ver con complejos faraónicos inútiles por inservibles, como el puerto exterior de A Coruña, el mayor ejemplo de dispendio en Galicia y ahora en Europa como viene de denunciarlo el mismísimo Tribunal de Cuentas de la UE, que lo acaba de auditar. Pero ni con esas. Ahí sigue, enterrando el dinero de todos, camino de los 1.000 millones de euros para oprobio de Galicia y sus muñidores.

En 2014 la UE dio un volantazo en su estrategia económica. Abundaba el dinero a bajos tipos pero no circulaba ni llegaba a la gente. Para desembalsar tanta liquidez nació el "plan Juncker". La Comisión dispuso instrumentos de solvencia que permiten a los inversores asumir riesgos en condiciones muy ventajosas. Lo único que exige son proyectos atractivos y viables. La clave reside en el efecto multiplicador de la cofinanciación. Por cada euro público que las autoridades europeas desembolsan aspiran a activar quince privados. Abrir la financiación a los ciudadanos fomentaría la inversión particular sin dañar al erario. Y, además, despropósitos como el perpetrado en Langosteira no tendrían cabida.

Aunque la novedad principal está en la reorientación del reparto. El criterio político, de cuotas por países o sectores, quedó desterrado. Los gobernantes no interfieren en la selección. Las atribuciones reposan en técnicos independientes. Los más listos acaban por llevarse el gato al agua. Como muestra, los británicos: reniegan del club y van a abandonarlo pero son hasta la fecha los mayores beneficiados con los "fondos Juncker" por su profesionalidad y habilidades para moverse en el entramado comunitario.

De esos fondos, Galicia reclama 351 millones de euros para 74 proyectos que suponen una inversión global de 1.900 millones. Se desconoce si alguno ha recibido el beneplácito, ya que poco más se sabe de su recorrido desde que el conselleiro de Facenda, Valeriano Martínez, remitió deprisa hace más de un año el catálogo de recapitulaciones para poder aspirar en plazo a las mismas. Esperar a reclamar el "qué hay de lo mío", como antes, en una cumbre y conchabar un arreglo es un ramalazo de esa cultura del chalaneo y el apaño que tanto daño causó en la época de las vacas gordas.

El criterio de adjudicación de los fondos de cohesión, los tradicionales, también varió: ya no prima el hormigón, sí la investigación y el desarrollo, capítulos en los que Galicia tiene por delante un muy largo camino que recorrer. La comunidad gallega, con la entrada en la Unión de nuevas regiones necesitadas, ascendió a otra liga por mor del efecto estadístico y disputa subvenciones con competidores de primer nivel, activos y cualificados. Europa ya no está para financiar a tutiplén polideportivos, piscinas, edificios vacíos o para acondicionar viales. De eso hay mucho en toda España, también en Galicia.

Y mucho menos, claro está, para derroches como los referidos de Langosteira, cuyo despropósito no ha dudado en señalar el Tribunal de Cuentas Europeo la semana pasada al dar por perdidos los 257 millones de fondos comunitarios que dio para su primera fase. Langosteira se amañó y concibió como un puerto refugio para barcos en peligro después de la catástrofe del "Prestige", pero como ya toda Galicia sabe tal pretensión no era más que una farsa. Sus muñidores sabían que era la única manera de sacar adelante una obra imposible -construir un refugio en mar abierto es por pura lógica un auténtico disparate-, irracional por su coste -acaba de cumplir once años y va camino de 1.000 millones, y sin apenas uso- y por tener justo enfrente otro puerto exterior duplicado, el de Ferrol.

El complemento del plan era el traslado de la refinería del actual puerto de A Coruña y la venta de esos terrenos con el consiguiente pelotazo urbanístico, que esa y no otra era la verdadera razón de ser de la operación. Pero como lo del puerto refugio era un paripé y lo de la refinería no acaba de salir, hay que llenarlo con lo que sea para evitar el bochorno de que siga sin tráficos, sin barcos. Y así emergió una suerte de lluvia de ideas: desde instalar molinillos eólicos hasta explotar el percebe aprovechando la tremenda fuerza de la rompiente, amén de intentos para llevarse tráficos del puerto de Vigo, por ejemplo el granito.

No cabe duda de que los más de 20.000 millones de fondos europeos que recibió Galicia desde 1986 contribuyeron a la modernización general del país, especialmente de sus infraestructuras. Pero también es cierto, a la vista está, que se desperdiciaron oportunidades de sacarle todo el partido posible. Para paliar, por ejemplo, al menos en parte, las graves consecuencias del desequilibrio territorial de Galicia interior. Esos mil millones enterrados bajo el mar hubieran estado, sin duda alguna, mucho mejor empleados en necesidades más apremiantes en Ourense y Lugo, las provincias que sufren la dispersión poblacional, el envejecimiento y la baja natalidad de forma extrema.

Los fondos que llegan de Bruselas siguen siendo una oportunidad extraordinaria.

Por eso resulta apremiante la mayor diligencia y rapidez de las administraciones para atraer el dinero europeo. La brecha de la desventaja crecerá aquí si no luchamos por captarlos. Al primer revés en la petición de ayudas a la UE solo cabe responder con trabajo bien hecho. Lamentablemente suele ocurrir que los responsables de los fracasos recurren al agravio y a la queja para escurrir el bulto. Que no nos pase en Galicia. Y nunca más despilfarros como el perpetrado en Langosteira.