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El oso mí(s)tico

La visita anual al santuario de los osos tiene siempre efectos reconstituyentes. Como en toda práctica sacra se trata de un ejercicio de aproximaciones litúrgicas: el acercamiento (siempre mejor si es algo fatigoso) al lugar de observación, cargando con óptica y trípodes; la espera en medio del obligado silencio, que, como toda abstinencia, libera nuevas dimensiones del objeto, en este caso la magnifica montaña de Somiedo; la frontera entre el atardecer y las sombras de la noche, que al extenderse van mudando no solo el paisaje sino la realidad misma (exterior e interior). Cuando se avista su lomo oscuro tras una lejana mata de escuernacabras, mientras la sacude para comer sus frutos, la aparición del animal totémico tiene la gracia eficaz de una epifanía; y al irse difuminando luego su contorno entre las grandes piedras del canchal, al escapar la luz, la ocultación cierra el misterio.

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