No pretendo colgarme medallas, pero puedo afirmar que desde hace bastante tiempo reiteradamente he venido vaticinando en mis escritos el deceso político de Artur Mas. El vaticinio se cumple ahora con creces y el señor Mas, definitivamente venido a menos, se debatió como pez fuera del agua en una política agonía; agarrándose desesperadamente al último clavo ardiente que pudiera permitirle superar su definitiva crisis; tal vez buscando el protector burladero que le defendiera del cercano toro que ya embiste a la familia Pujol y que en su arremetida podría arrastrar a íntimos colaboradores del perínclito expresidente catalán. Y no parece haber duda de que el señor Mas ha sido uno de esos colaboradores.

Aunque el anunciado mutis del señor Mas suponga para el movimiento independentista catalán la pérdida de un valedor de vanguardia, sería un craso error considerar que así se erradican las simientes separatistas, porque le sustituye alguien aún más radical y porque no se puede ignorar que el objetivo de la independencia es asumido por un significativo porcentaje de la población y ardientemente defendido, con distintos planteamientos y afán de protagonismo, por un heterogéneo amasijo de grupos políticos; variopinto elenco que puede derivar en amenazador bumerán, constatado ya con el vejatorio veto a Mas y el resquebrajamiento interior del grupo CUP.

El resultado de los últimos comicios, con ligera ventaja de los no separatistas, orquestó un callejón muy angosto que parecía determinar imperativamente nuevas elecciones en las que se reclamaría a los ciudadanos sensatez y profunda reflexión para evitar un resultado similar al anterior que prolongase una insostenible situación de ingobernabilidad. No ha sido así, porque el miedo a un batacazo electoral desembocó en un acuerdo in extremis vergonzante para ambas partes.

El múltiple arrodillamiento se justifica por saberse que tradicionalmente los innovadores y antisistema suelen acatar las consignas que sus líderes vierten en las campañas electorales; mientras que los conservadores, en no despreciable número, se apoltronan irresponsablemente en la abstención y que en ellos recaería la responsabilidad de enmendar entuertos, para conseguir, con la colaboración de quienes sopesasen la importancia el voto útil, un parlamento que, sin renunciar a la democrática diversidad, fuese viable y evitase la bochornosa vivencia catalana de los últimos meses.

Es también reseñable que en el largo periodo de inestabilidad e intentos de negociación, los grupos que conforman el nuevo gobierno no han hecho la más mínima alusión a las tareas de gobernabilidad; centrándose exclusivamente en el objetivo de la independencia. Objetivo utópico porque es ilegal, porque no lo auspicia más de un 2% de españoles y porque, incluso en la región catalana, es minoritario.

Sin duda es exigible reclamar sensatez y altura de miras para allanar el camino a un gobierno estable y naturalmente sometido a las alternancias que la democracia disponga. Cataluña que, además de española, es líder de la prosperidad nacional no puede permitirse ensayos de aciaga lotería que ni siquiera parece tener reintegro. Por contra debe buscar un sensato dialogo abierto, que sin renunciar a reivindicaciones lógicas, sepa admitir la supremacía del bien común y el respeto a las leyes.

Es evidente que la inmensa mayoría de los españoles somos contrarios a cualquier rotura de la unidad nacional y por ello no es de recibo el empecinamiento de navegar contra corriente tratando de abrir una brecha con el resto de España, vulnerando la constitución que entre todos, incluidos los catalanes, nos hemos dado. El imperativo de la ley hace que no sea arriesgado augurar que se celebren nuevas elecciones antes de que termine la legislatura que ahora se inicia, porque Cataluña y el resto de España se necesitan mutuamente y no pueden permitirse demagógicas aventuras de nefastas consecuencias. Y como más vale prevenir que lamentarse, confiemos con moderado optimismo en la unionista y blanca fumata de las urnas.