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27-S. El truco final

Cuando se inició el giro del nacionalismo catalán hacia la independencia, Artur Mas avisaba de que llegar a lo imposible requería astucia y magia. El éxito es innegable. Ya nadie pone en duda de que las elecciones de hoy se han convertido en un plebiscito y a ello se han entregado todos. Por un lado, los prestidigitadores y su ruidosa hueste; por otro, los que, saliendo de su pasiva incredulidad, se han lanzado a última hora a desbaratar el número.

La magia ha consistido en combinar con gran habilidad realidad y ficción, dejando que cada vez con mayor intensidad los sentimientos y la pasión se impongan a cualquier razón que los pudiera aplacar. La magia ha funcionado porque contó desde el principio con dos ingredientes fundamentales. Uno, el victimismo institucional, que caló con facilidad en un público acostumbrado a que desde la Generalitat le orienten su mirada inculpatoria hacia Madrid y por derivación a España. El otro ingrediente es su complemento perfecto. Un partido, PP, y un Gobierno dispuestos a la confrontación sin más argumentario que la Constitución, elevada a tabla sagrada e intocable y esgrimida como amenaza contra los que adoran el becerro de oro del independentismo.

Así las cosas, la noche del 27-S será la ceremonia de la confusión. Los independentistas ya han ganado antes de que se abran las urnas, porque han puesto a Cataluña en la agenda de los líderes europeos y de Obama, y será el delirio si además ganan en escaños o en votos, les da lo mismo. Los no independentistas también cantarán victoria, porque aunque pierdan la previsión es que sea por muy escasa mayoría en contra y sacarán a relucir la sentencia del TS de Québec, tan querida por los soberanistas, y que señala la necesidad de una mayoría clara y cualificada para poder emprender la separación. No hay que descartar que ganen los unionistas en número de votos, lo cual servirá para que de inmediato se pongan una medalla los que tanto han hecho desde patrioterismo español para que el independentismo sea lo que hoy es.

El paisaje después de la batalla será, en todo caso, desolador. Una sociedad catalana partida en dos y en la que la ejemplar convivencia ha dado paso a relaciones enconadas. Una Generalitat que será ingobernable por cualquiera de los dos bandos, dada la mezcolanza ideológica que anida en ellos, lo que conducirá a corto plazo a nuevas elecciones, y una parte notable de la ciudadanía -y, lo que es más grave, de las administraciones autonómica y local- instruida en la idea de la desobediencia civil a las normas que no estén alineadas con la causa soberanista.

Si ganan los separatistas, cualquiera que sea el margen, no se declarará de manera efectiva y sediciosa la independencia, pero sí se hará una escenificación informal y festiva de su proclamación. Seguramente también se emitirá un calculado manifiesto institucional, al estilo del preámbulo del Estatut. En él se dirá que, recogiendo el sentimiento y la voluntad de la ciudadanía expresados en las urnas, la Presidencia de la Generalitat considera que el pueblo de Cataluña ha declarado políticamente su independencia y que, en consecuencia, se pondrá de inmediato a negociar con el Estado español los términos en los que ha de cumplirse y ejecutarse ese mandato democrático.

Al igual que dio por supuesta la existencia de un "derecho a decidir", el soberanismo, si gana, dará también por válido e incuestionable que el resultado del 27-S ha de interpretarse como ejercicio de ese derecho, como si las elecciones hubiesen obrado el milagro de reformar implícitamente la Constitución, otorgando validez retroactiva a ese derecho. Pero el truco final falla.

La historia dirá que se metió a Cataluña en una caja y que fue atravesada por todos los costados con sables que representaban a piratas españoles, al TC y al Gobierno, ante el horror de los espectadores. Retirados los sables tenía que surgir una joven y alegre Cataluña independiente, pero la que salió, aunque renqueante, fue la Constitución pidiendo su reforma.

*Catedrático de Derecho Constitucional

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