La noticia de una compraventa de órganos en España pone sobre la mesa la discusión sobre su prohibición. Quizá mucha gente entienda que no hay lugar para el debate ante un hecho que se considera socialmente reprobable, pero habrá que preguntarse si la condena es fruto del prejuicio o de la razón.

Desde un punto de vista liberal la compraventa de órganos es básicamente un negocio entre particulares. Obviamente, esta perspectiva dentro de una democracia exige que el negocio se realice con plena libertad, lo que incluye que haya un consentimiento debidamente informado y unas garantías sanitarias en todo el proceso. La condena de la compraventa de órganos vendrá sólo si faltan estas condiciones esenciales y lo que se demandará del Estado es que ponga los medios para verificar que esas condiciones se cumplen, pero no que prohíba sin más la transacción. Por tanto, desde una óptica liberal la prohibición vendrá únicamente cuando se constate que de manera generalizada esas condiciones no se cumplen o que es muy difícil verificarlas. Sin embargo y en coherencia con el punto de partida, se podrá exceptuar la prohibición cuando receptor y donante aporten pruebas de que la compraventa reúne todos los requisitos de una donación altruista, sólo que mediando compensación económica.

Esta perspectiva es la que admite, entre otros supuestos, la legalización de la prostitución (comercio carnal) si se ejerce libremente y en condiciones sanitarias y ambientales adecuadas, la gestación subrogada (madre o vientre de alquiler).

Desde una perspectiva del Estado social la cuestión cambia y es fácil que en su camino se crucen no sólo argumentos jurídicos, sino también morales y religiosos. El valor que establece ese puente es la dignidad de la persona, una idea tan absoluta y a la vez tan gaseosa. En su defensa se condena por indigno el comercio de órganos, al igual que la prostitución, la gestación subrogada o el burka en las mujeres, y se considera que el Estado debe velar por la dignidad de las personas, incluso en contra de su voluntad.

Si el riesgo que se corre siguiendo el paradigma liberal es presumir que la relaciones en aquellas transacciones comerciales son libres, el riesgo en el paradigma social es crear un concepto de dignidad e imponerlo a la sociedad, más aún a una sociedad tan heterogénea como la actual. Para que ello no suceda, el Estado social, a diferencia de pensamientos morales o religiosos, no puede preconcebir la dignidad humana, sino deducirla de la libertad e igualdad constitucionalmente reconocidas. Si el Estado social estima que es indigna la compraventa de órganos y que debe estar penalmente prohibida, ha de ser como consecuencia de presumir que alguien que dona mediante precio un órgano no lo hace libremente, sino que se ve en la necesidad de hacerlo y que quien se beneficia de la recepción del órgano es alguien que tiene dinero como para doblegar la voluntad del donante. La presunción que establece el Estado social en esta materia es tan fuerte que sería harto difícil demostrar la actuación libre del donante, frente al hecho cierto de que éste necesita el dinero y que, en general, el tráfico de órganos se sustenta en mafias, en consentimientos escasamente informados y en extracciones sin garantías sanitarias.

Aun así, el Estado social en su defensa de la dignidad no deja de tener sombras. El donante puede admitir que efectivamente consiente porque se ve en una necesidad económica acuciante, por ejemplo, para impedir el desahucio de la vivienda o simplemente para poder vivir, pero añadirá que ese Estado que tanto vela por su dignidad no le ofrece solución ni subsidio alguno para sus males. Incluso podrá decir otro donante que lo que obtiene de la venta de su riñón es equivalente a lo que gana en condiciones penosas trabajando diez horas diarias durante diez años y que es más indigno trabajar así por un salario mínimo, que donar un órgano, e incluso que esto deteriora menos su salud que aquel duro trabajo diario. Por su parte, el comprador podrá argumentar que, si no se trasplanta, le queda un año de vida y que la constitución le reconoce el derecho a la vida. Si el Estado no le garantiza los medios para conservarla, porque el sistema público de trasplantes no le puede asegurar a tiempo un órgano, él, en defensa de su vida, se ve también, como el donante, en la necesidad de procurarse el medio de subsistir.

El asunto es complejo, pero no hay que dar alegremente un portazo en nombre de la dignidad a cuestiones con múltiples aristas. Las presunciones no pueden ser tan absolutas que no se puedan deshacer, porque una idea de dignidad no puede suprimir sin más la libertad de las personas.

*Catedrático de Derecho Constitucional