Convencidos de que el roce hace el cariño y además engorda la caja registradora, los hosteleros de Vigo y A Coruña se han propuesto hermanar a los dos grandes clanes de la tribu de Breogán. La idea consiste en rebajar los precios de alojamiento en las dos principales ciudades para que los vigueses conozcan mejor ese curioso lugar del norte que algunos celtistas denominan Turquía y, a su vez, los coruñeses comprueben que Vigo no pertenece a la República Portuguesa. Si a ello se agrega que la oferta coincide con la semana de San Valentín, patrono del amor, malo será que la hostelería no acabe por unir aquello que el fútbol ha dividido durante tantas temporadas.

De ese carácter afectivo de la campaña da fe el lema "Vigo ama a Coruña, Coruña ama a Vigo" que el gremio de posaderos ha elegido a modo de tanto monta, monta tanto, para estimular el turismo de cercanías en Galicia. Propósitos comerciales aparte, no deja de ser verdad que los dos mascarones urbanos por los que este Reino se asoma al Atlántico han vivido tradicionalmente de espaldas el uno al otro. Los vigueses tienden a explayarse hacia Ourense y Portugal durante los fines de semana; y tampoco hay constancia fehaciente de que los viajeros de A Coruña bajen mucho más allá de Santiago en sus escapadas.

Se trata de una cuestión de distancias, pero acaso también de recelo. Cuentan los más exagerados que, antes de la llegada del euro, algunos coruñeses tenían la vaga percepción de que un viaje a Vigo exigiría cambiar pesetas por escudos nada más traspasar los límites de Redondela. Ajenos a esos estrafalarios problemas de divisas, muchos vigueses era igualmente reticentes a viajar más arriba de ese linde, como si a partir de ahí sea abriese una Terra Incógnita plagada de asechanzas. Los derbis entre Celta y Deportivo, tan proclives al tumulto y la discordia, fueron durante años la única excepción dentro de esa tendencia de las dos ciudades a ignorarse.

Al igual que en otros lugares de España –Málaga y Sevilla, Oviedo y Gijón, Cádiz y Jerez–, las hostilidades de orden puramente futbolístico acabaron por contagiarse también aquí a la política. Algunos gobernantes descubrieron que el localismo, aunque no dejase de ser un nacionalismo de andar por casa, resultaba de lo más productivo en las urnas.

Fue así como Francisco Vázquez construyó una brillante carrera política mediante la recreación en A Coruña de una especie de urbe soberana inspirada en el modelo de las repúblicas locales de la Edad Media e incluso las ciudades-estado de la antigüedad. Basándose en el agravio de la capitalidad arrebatada por Compostela, el exalcalde coruñés se acogió a la idea "municipalista" para edificar una suerte de República Herculina a la que sólo le faltaba acuñar moneda en una ceca para alcanzar una autonomía pareja –si no superior– a la de algunos estados.

Socialdemócrata, católico, republicano y miembro de la Orden del Imperio Británico, el genial sir Paco acabó por hacer escuela en Galicia. Tanto, que hoy es el alcalde de Vigo, la ciudad teóricamente adversaria, el que ha retomado el manual de instrucciones de Vázquez a la hora de reclamar –por ejemplo– un obispado propio como el que nunca dejó de exigir su colega coruñés para emanciparse de la tutela de la Archidiócesis compostelana.

La experiencia sugiere que el localismo –hoy embozado bajo el nombre de municipalismo– sigue siendo muy rentable para quienes se deciden a ejercerlo; pero no es menos verdad que el paso del tiempo conspira contra estas políticas de tipo cantonal y ya más bien anacrónicas.

Prácticos y románticos a un tiempo, los hosteleros de las dos principales ciudades de Galicia parecen haber entendido eso mucho mejor que los gobernantes al lanzar la campaña que fomentará, San Valentín mediante, los afectos entre vigueses y coruñeses. Los malos rollos, que se los quede el fútbol.

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