Mahmud Ahmadineyad, presidente de Irán, ha demostrado que posee las virtudes pragmáticas propias de todo ingeniero, profesión que ejercía antes de cambiarla por la mucho más rentable de líder político, padre de la patria y azote de los enemigos de los persas. El gobierno del señor Ahmadineyad acaba de dar un paso crucial en el camino hacia lo que es la voluntad profunda de todo Estado: ejercer el chantaje y, de paso, hacerse con unos dineritos, que nunca vienen mal. Fue el filósofo ultraconservador o ultraliberal, lo que se prefiera, Robert Nozick quien puso de manifiesto de la forma más clara cómo se produce y hasta donde llega la génesis de los poderes estatales que, gracias al monopolio de la violencia, terminan por parasitar a sus ciudadanos. Lo que se le escapó a Nozick es el filón que existe haciendo eso mismo pero con los extranjeros por medio del mecanismo útil, aseado y rentable del secuestro.

La víctima que inaugura la nueva fórmula del secuestro de Estado es Sarah Shourd, turista estadounidense a la que se le ocurrió irse de viaje, en compañía de dos amigos, a un lugar de tanta enjundia vacacional como la frontera que separa Irán de Irak. Solo por eso se puede sospechar que, o bien es una espía, acusación oficial bajo la que fue detenida, o le patinan las neuronas. Pero sin necesidad alguna de hacer intervenir a los médicos forenses, el gobierno iraní ha dado con una fórmula estupenda para resolver el conflicto. La señora Shourd será liberada si Washington paga 400.000 dólares, cifra que pone de manifiesto que en Teherán han dado con una mina de oro pero andan lejos de saber explotarla a fondo. Cualquier aficionado a las novelas negras o a las películas de acción sabe que en los secuestros lo suyo es pedir un rescate acorde con el dinero de que disponen los allegados a la víctima. Si se trata del gobierno de los Estados Unidos, exigir menos de medio millón de dólares suena hasta a insulto.

Aunque a lo mejor sucede que Ahmadineyad y sus muchachos se han visto atrapados por la consideración que tienen de las mujeres, seres a todas luces inferiores de acuerdo con la escala de méritos y precios que se maneja dentro del fundamentalismo islámico. Los publicitarios saben que el envase es esencial para vender un producto y, burka por medio, tal vez el gobierno de Teherán pensase que nadie en su sano juicio iba a dar más por una persona del sexo femenino. Así que, en realidad, está lanzando un anzuelo porque la operación se refiere solo a la mujer detenida. Sus dos compañeros varones no forman parte por el momento del chantaje, ni se ha puesto precio a su cabeza. Más adelante, si las gestiones salen bien y la acusación de espionaje se cambia por la de entrada ilegal en el país –un delito de tono menor, salvo en las consideraciones de trastorno psiquiátrico que puedan inferirse respecto de quien lo comete– puede que sepamos lo que vale, de acuerdo con el criterio de Teherán, un secuestrado de género masculino, edad madura y costumbres un tanto disparatadas.