Apenas unas semanas después de que la Organización Mundial de la Salud admitiese haber exagerado sus alarmas sobre la gripe A, un informe acaba de poner también en cuestión los vaticinios -y sobre todo, los métodos- de los profetas del cambio climático.

Las razones son similares en los dos casos. Si a los expertos de la OMS se les reprochaban sus embarazosas relaciones con los laboratorios farmacéuticos que tantas vacunas y antivirales vendieron a cuenta del pánico desatado por ellos mismos, algo de eso ocurre también con el panel de científicos de la ONU que ha sentado el dogma del calentamiento global. La investigación encargada por las propias Naciones Unidas sugiere la necesidad de evitar los “conflictos de intereses” que pudieran afectar a sus miembros, a la vez que alerta sobre la poca seriedad de algunos de los pronósticos que avanzó ese grupo colmado de ciencia y de premios Nobel.

Hay profetas y profetas, naturalmente. Por fortuna para ellos, los augures del caldeamiento de la Tierra formulan sus predicciones a tan largo plazo que hace del todo imposible su comprobación. A los legos en estas impenetrables materias de fe solo nos queda creer o no creer, cosa del todo natural si se tiene en cuenta que la ciencia no deja de ser una variante actualizada de las viejas religiones.

Más de una razón pudiera haber, sin embargo, para ejercer de agnóstico frente a las verdades reveladas de la ciencia. Véase, sin ir más lejos, el ejemplo de la cochina gripe que según la Organización Mundial de la Salud iba a causar 100 millones de muertes, aunque esa espantable cifra quedase reducida finalmente a una cosecha de sólo 18.000 cadáveres. Ahora sabemos que alguien -interesadamente o no- se pasó de frenada, pero ningún gobierno se atrevió a cuestionar hace un año los alarmantes avisos de los científicos, por inmoderados y hasta disparatados que pudieran parecer. Bien al contrario, todos los países con dinero en caja hicieron acopio masivo de vacunas y otros remedios que ahora se ven obligados a tirar por el desagüe a un coste de muchos cientos de millones de euros.

A diferencia de lo que ocurrió con la gripe, tardaremos aún muchas décadas en saber si son o no ciertas las predicciones que auguran el deshielo de los polos, la crecida del nivel del mar, el alza de seis grados en las temperaturas y las subsiguientes catástrofes ambientales derivadas de toda esa conjunción de disturbios climatológicos. Tal es la no pequeña ventaja que favorece a los devotos de Al Gore, por más que los últimos informes puedan haber abierto hendiduras en su fe.

El único y en realidad anecdótico dato que vincula a la Organización Mundial de la Salud y al panel de expertos del cambio climático es la común pertenencia de esos dos alarmantes grupos a las Naciones Unidas. No parece gran aval, habida cuenta de que se trata de una institución atiborrada de regímenes dictatoriales que desde su creación hace ya 65 años ha sido incapaz de evitar una sola guerra o siquiera una sola masacre. La de Srbrenica, por ejemplo, donde 8.000 bosnios fueron aniquilados en las mismísimas -e indiferentes- narices de los cascos azules, que ni siquiera entonces se pusieron rojos de vergüenza.

Historias aparte, la industria del miedo que impulsan las alarmas había demostrado ya su eficacia en vísperas del cambio de siglo con el famoso “Efecto 2000” que según los doctos en informática iba a colapsar los ordenadores de todo el mundo a las doce y un minuto del 1 de enero de ese año. Felizmente nada ocurrió, salvo el enriquecimiento de las compañías a las que recurrieron gobiernos y particulares aterrorizados por aquella alerta.

Algo semejante ha ocurrido ahora con la gripe A y acaso suceda también con los sombríos pronósticos sobre el calentamiento de la atmósfera, sean ciertos o no. Se conoce que el miedo acelera imparcialmente el corazón y los negocios.

anxel@arrakis.es