Las cosas creíbles son por lo general más hermosas que aquellas otras que sólo son ciertas. ¿No consiste acaso en eso la fe que se profesan los amantes antes de que sus bolsillos empeoren y el precio del cine eche por tierra sus sueños? ¿Y no es esa también la razón por la que la literatura mejora tan a menudo las historias que nos ocurrieron en la medida en la que sea capaz de tergiversarlas? ¿Quién no recuerda su infancia o su adolescencia como aquel tiempo remoto, luminoso e indulgente en el que incluso la cálida lluvia de abril llegaba sin agua al suelo? Un día envejecemos y descubrimos que todo el tiempo transcurrido y las conquistas alcanzadas en el fondo no nos han valido de mucho y nos encontramos con la terrible decepción de que haber cambiado de acera no nos ha servido para otra cosa que para darnos cuenta de que lo mejor de nosotros mismos se ha quedado al otro lado de la calzada, en aquel sitio que ya siempre sería para nosotros el otro lado de la calle. A mi primera novia la invité a un viaje al filo del anochecer en la línea más larga de los autobuses urbanos y recuerdo que ella aceptó con una mezcla de complacencia y recelo, como si temiese que aquel autobús fuese a dar la vuelta en un lugar en el que incluso fuesen extranjeros el dinero, el periódico y el viento. Tomé su mano en mi mano, nos prometimos no cambiar jamás y juramos que por mucho que nos sonriese la suerte y aun ganando más dinero del que supiésemos contar con la ayuda del fuego, seríamos hasta la muerte los mismos que éramos aquella tarde, dos adolescentes ateridos de escasez y de frío, sentados como entumecidas estatuas de musgo en aquel autobús que a nosotros nos parecía amueblado por algún ebanista de la Warner con las butacas de la última fila del cine "Rialto". "¿Y si te encuentras en el suelo un décimo de lotería y te haces rico? ¿Cambiarás si eso ocurre? ¿Serías otro a partir de entonces?", me preguntó. Y yo le contesté que nada de eso iba a ocurrir, que el suelo sólo podría reservarnos el reintegro y que aunque sucediese lo que menos esperábamos, mi conciencia sólo me permitía ser un pobre pudiente o, en el mejor de los casos, un rico de clase media. Atardecía. El autobús se deslizó como una hidra azul bajo ese sol apaisado de marzo que tanto oscurece los suburbios y los ojos de los poetas. Anocheció. De regreso en el centro de la ciudad, nos despedimos y cada uno tomó a pie su propio rumbo. No volví a saber de ella hasta que coincidimos en un bar de madrugada, veinte años más tarde. Llevaba algún tiempo gravemente enferma pero aparenté no darme cuenta de que la piel de su rostro parecía un sudario de seborrea echado por el figurinista del cementerio en un demacrado busto de mármol. Recuerdo que bailamos en silencio "Our love affair", de Nat King Cole, y que ella fingió no darse cuenta de que yo simulaba no saber que en la aluvial delgadez de su rostro se estaba abriendo paso el inexorable miriñaque de la muerte. Después ella dijo que tenía algo de prisa y se despidió de mi. La vi marcharse hacia las escaleras del fondo reflejada en un espejo entre la maleza azul del humo. Y ahora la recuerdo como aquella chica pobre, decente y adorable en cuyos ojos a mi siempre me parecerá que la muerte en realidad no era otra cosa que sueño atrasado...

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