Ha causado una cierta conmoción la noticia de que el anterior gobierno de Estados Unidos, presidido por George Bush, autorizó la práctica de la tortura contra sospechosos de pertenecer a organizaciones enemigas durante la llamada guerra contra el terrorismo. Las torturas incluían palizas, simulaciones de ahogamientos y de violaciones anales, privación del sueño, ruidos ensordecedores, reclusiones prolongadas en habitáculos asfixiantes, y hasta el uso de las fobias propias de cada individuo. Así, por ejemplo, un prisionero del que se sabía que no toleraba bien la presencia cercana de insectos y de reptiles fue encerrado en una caja de madera con esos bichos para provocarle una sensación de asco irresistible. Todo ello, practicado de acuerdo con las instrucciones de un manual confeccionado por el director de la CIA y por el fiscal general del Estado, bajo los auspicios del gobierno de Washington, incluida doña Condolezza Rice, aquella elegante señora negra que tocaba tan bien el piano. La sospecha de que estas conductas aberrantes pudieran responder a una estrategia perfectamente planificada en su desarrollo surgió a partir de las denuncias sobre el mal trato a los reclusos en las prisiones de Abu Graib (Irak) y Guantánamo (Cuba), y tras el conocimiento de la existencia de cárceles secretas en diversos países, entre ellos algunos europeos. Entonces, algunos soldados y mandos intermedios fueron juzgados, pero ni los jefes del Ejército ni, por supuesto, el gobierno asumieron ninguna clase de responsabilidad en los hechos, que fueron considerados como “vergonzosos casos aislados”. En realidad, el uso de la tortura tiene una larga tradición en la política imperial norteamericana y no son pocos los torturadores que fueron adiestrados por expertos llegados desde Estados Unidos o se desplazaron hasta ese país para recibir las oportunas enseñanzas. Y todo ello mientras se firmaba solemnemente la convención contra la tortura o se presumía de ser el campeón mundial en la defensa de los derechos humanos, en un cínico ejercicio de doble moral. Por eso mismo, es de valorar que haya sido el nuevo presidente, Barack Obama, quien que haya abierto la puerta para juzgar a quienes autorizaron el uso de la tortura, al tiempo que excusa a los funcionarios que la practicaron en virtud del principio de obediencia debida. No sabemos hasta dónde podrá llegar la investigación, aunque es de temer que acabará naufragando en la procelosa tinta de calamar de los expedientes judiciales. Desgraciadamente, la tortura como medio de obtener información supuestamente valiosa es un ejercicio muy antiguo. Un inquisidor catalán, llamado Nicolás Eymeric, escribió allá por 1396 un manual sobre ese oficio (que en España se llamaba “santo”) para ayudar a quienes perseguían a los enemigos de la fe católica. Pasado tanto tiempo, estremece leer la relación de barbaridades que allí se recomiendan. Es de suponer que los honorables miembros del gobierno de Bush, el ex fiscal general (por cierto de origen hispano) y el ex director de la CIA habrán consultado un manual tan instructivo. Imagino que serán gente culta.