“No me sorprende lo mal que está el Celta”, dijo Ito en la semana previa a su regreso a Vigo. El extremeño se ha encargado de establecer la nueva realidad celeste. Resulta justo que le haya correspondido esta tarea a un tipo con el que comenzó el gran Celta, a un miembro de aquella generación del que se guarda excelente recuerdo como persona, futbolista y negocio. El año de su llegada nació todo y de su mano se certifica la defunción de un ciclo.

A Ito no le sorprende que el Celta pelee por la permanencia en Segunda División, o sea, y ya no le sorprende a nadie. El club ha dejado de ser un grande que atraviesa una mala época, un equipo cuya desgracia se considera provisional, el dueño de una camiseta a la que se teme y respeta. El Celta se ha ‘institucionalizado’ en la categoría. Es uno más y de la clase menesterosa. Sus glorias suenan tan ajadas como las del Arenas de Guetxo. Balaídos, grande y fantasmal, como una casona abandonada de goznes crujientes y telarañas, es el estadio que mejor se le acomoda. En el museo deberían dejar que el cuadro de Mostovoi se cubra de polvo por completar la imagen de la decadencia.

El Celta, en resumen, ha retrocedido a los años sesenta, cuando ni ascendía ni nadie se lo exigía porque no estaba a su alcance. El celtismo ha interiorizado este declive. Los que no han desertado de su asiento acuden al campo dispuestos a perdonar el lamentable fútbol que les ofrecerán. Una actitud que se agradece, aunque confirme lo más doloroso del proceso. El Celta camina entre la indiferencia de los que lo han abandonado y la resignación de los que lo acompañan.

Pero al menos está vivo. La victoria de ayer ha de festejarse terriblemente, más que si Gudelj hubiera alcanzado aquel centro en los cuartos de final contra el Marsella o si el Zaragoza no hubiese remontado en La Cartuja. El Celta es un mediocre en Segunda, pero respira y quizás vuelva a disfrutar de instantes mágicos, ya sea en este siglo o el siguiente.