Al cabo de tantos años de inmersión en el lodo, una madrugada decidí salir a la superficie en el pub "Rahid", entonces frecuentado por una elite de intelectuales relamidos que se dejaban adular por un cosmético cotorreo de señoras de la buena sociedad compostelana que les reían sus estúpidas ocurrencias antes incluso de escucharlas. Había profesores de literatura, pintores, unos cuantos rentistas, un médico que tomaba las copas vestido casi de tenista y un par de decoradores que presumían de ser arquitectos de interiores. Al entrar me miraron con un estupor que no tardó en convertirse en recelo. Yo era nuevo allí pero no necesitaba presentación. Mi vida salía publicada casi a diario con mi propia firma en el periódico y no se correspondía desde luego con la de aquellos tipos pulcros y afectados que hablaban de cocina francesa con aquellas mujeres que evitaban ir al retrete para no parecer tan reales como sus varices. Enseguida me hicieron notar que mi presencia era una engorrosa sorpresa indeseada, un cuerpo extraño, un olor que desentonaba entre el aroma floral de aquella elite de hombres y mujeres que parecían compartir el fingimiento, la afectación y la "eau de toilette". No hice caso. Arrastraba cuatro lustros de extremo cansancio en el arroyo y en el fondo sabía que un hombre cansado resiste mejor el ostracismo social que un hombre pensativo. Enseguida me fijé que entre ellos y ellas existía apenas una falsa corriente de simpatía y pensé que en el fondo la carnalidad de aquel compacto grupo de pedantes se reducía a que sus abrigos se rozasen en el perchero. También pensé que el médico vestido de tenista sólo intimaría con una de aquellas mujeres si en un inesperado vuelco de la realidad sus labios y los de ella coincidiesen al besar el sobado cardenillo de la Copa Davis. Desde luego, comparado con mi sórdido submundo de tantos años, el del "Rahid" resultaba ser una mala copia del ambiente distendido entre dos sets cualquier lluvioso fin de semana en Wimbledon. Ni un ápice de sexo en el aire. Ni siquiera el simple presentimiento de que pudiese sobrevenir una pizca de carnalidad que mitigase aquella irrespirable atmósfera de falso progresismo baptista. Cualquiera de mis queridas putas de tantos años habría corrido al baño a vomitar aquel empalagoso y medicinal exceso de pastelería. A una de aquellas fulanas de "Dallas" o de "La Dama del Lago", el riesgo habitual de contraer gonorrea le habría parecido sin duda menos abominable, incluso más gratificante, que el peligro circunstancial de desarrollar diabetes. Pasé sin inmutarme por el medio de aquella perfumada alameda de estatuas sin genitales y me instalé al fondo de la barra, la espalda contra la pared, en un recodo al lado del piano, y mientras esperaba a que el dueño del local me sirviese con estudiada demora mi "gin tonic", sentí en mis narices el tojino flácido de un moco oleoso y estamínico, como si para llegar al fondo de la barra hubiese vadeado en pelotas un pegajoso río de pomada, un gomoso charco de "Trombocid", una diarrea de "Chivas" con sanguinolentas cerecitas de "Chanel". Me sentí distinto pero no le di importancia. ¡Que quieres que te diga!, incluso agradecí que ellos guardasen las distancias y que ellas me mirasen de reojo y con indisimulado recelo, como supuse que mirarían a un tipo que hubiese entrado con un spray en la peletería. También pensé que las estatuas de aquellos tipos valdrían el día de mañana menos que sus peanas, y que ellas ¡Santos Dios!, ellas acabarían cayendo en la cuenta de que tarde o temprano terminarían aceptando el mal olor de mi biografía y que entonces comprenderían que llevaba razón cuando escribí que por vanidad, por egoísmo o por capricho, una mujer como ella es capaz de hacer en cama cosas que jamás haría una puta enamorada.

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