No conozco un método que le permita al escritor acertar en la elección del tema y en la manera ideal para asegurare la eficacia de su desarrollo, pero algo me dice que lo que cuenta es hablarle a la gente de los asuntos eternos en los que antes pensaron sus padres y con seguridad pensarán algún día sus hijos. Me siento cada tarde frente al ordenador y me pregunto qué diablos puedo hacer para que mis lectores no me vuelvan la espalda por culpa de no haber sabido conectar con sus inquietudes, con sus sueños o con sus frustraciones. Si uno se mantiene fiel a su viejo objetivo de ignorar los temas de actualidad para no caer en el vicio de la literatura coyuntural y evitar de paso el tentador riesgo de la demagogia, lo que le queda es hablar de la vida en general, de la suya propia o de la de las personas con las que haya tratado. ¿Cómo hacerlo? ¿Con qué criterio se han de seleccionar las historias, los personajes y el vocabulario? Como no conozco normas infalibles al respecto, siempre me he inclinado por escribir pensando en el efecto que pueda producirme la lectura de lo que haya escrito, tomando distancia respecto de mis manos en un intento de percibir mi propia obra como algo ajeno a mí, procurando cierto equilibrio entre el esfuerzo de escribir y el placer de leer, algo que tal vez sólo se puede conseguir si uno escribe sobre aquellas cosas en las que piensa la gente corriente mientras el estreñimiento la retiene sentada en el retrete. A veces pienso que de todas las circunstancias que favorecen la receptividad del ser humano, probablemente sea la de la defecación la más extendida, la más reflexiva y, desde luego, la que mejor demuestra lo cerca que incluso las almas exquisitas están del alcantarillado. De hecho, para vencer la timidez que produce la turbadora presencia de una mujer deslumbrante, nada ayuda tanto como imaginarla sentada en la taza del retrete mientras barrunta la descalcificación del coccix y se lima las uñas. Contra lo que piensan muchos poetas, que un hombre indague en su alma a una mujer suele producirle menos inquietud que si se entromete en sus excrementos. Como me dijo hace años una fulana en un burdel, "sus heces son el único gran secreto que las mujeres no suelen llevar en el bolso". Alterné a fondo con muchas mujeres del ambiente y puedo asegurarte que la intimidad de su toilette es de más difícil acceso que la profundidad de su alma y que sólo en caso de autopsia puede un hombre atreverse a entrar sin haber llamado antes a la puerta. Y eso ocurre, pienso yo, porque al mismo tiempo que produce salud, la higiene causa también indefensión. Lo cierto es que para afirmarse en la confianza poética que nos tenemos, mi amiga M. J. suele recordarme con sincera emoción la noche en la que rehusó acostarse conmigo pero me permitió asistir a la liturgia de su aseo. Mientras la miraba en ropa interior, me dijo: "Esto que ves frente al espejo es el producto, cariño; el maquillaje y la ropa sólo son su publicidad". M. J. estaba al final de un efímero esplendor pero mantenía intacta aquella mezcla de orgullo y remilgo que la hacía ser una mujer difícil. Haberla contemplado durante su aseo me sirve ahora para escribir y me fue útil entonces para comprender que la elegancia femenina suele ser a menudo el resultado de un laborioso esfuerzo ortopédico y que al regresar de madrugada a sus casas es en el cuarto de baño donde las chicas como mi querida M. J. se quitan la armadura y las guatas, se descalzan los tacones de aguja, se plantan frente a la descarada luz del espejo y pasan la llave para evitar que descubras que la seductora chica de anoche se ha convertido de repente en un hombre de tu edad.

jose.luis.alvite@telefonica.net