Se pasa por alto, creo que inexplicablemente, que la llamada Carta Magna no fue sólo el resultado de un pacto entre la mayor parte de las fuerzas del espectro político de entonces, sino que fue también, y eso no tiene menor relevancia, un acuerdo entre distintas generaciones que en aquel momento dieron forma a un proceso que se había venido gestando desde la muerte de Franco, conducente a convertir España en un país democrático. Había que hacer ese "sugestivo proyecto de vida en común" en el que pudieran sentirse cómodos también los ciudadanos de unos territorios que habían sentido su cultura perseguida. La España democrática, pues, no tenía que atender sólo a la recuperación de las libertades formales, sino también a las aspiraciones nacionalistas de determinados territorios que no habían sido eliminadas por la dictadura.

Una España democrática, una España plural y diversa. Sobre la teoría, a eso intentó dar respuesta aquella Constitución del 78 que, por un lado, daba paso al Estado Autonómico y, por el otro, atribuía al ejército una misión que no consistía sólo en la defensa ante un posible enemigo exterior. Así las cosas, ambigua Constitución que, según quisiese ser valorada, contentaba a todos y no satisfacía de lleno a nadie. Se diría que, siguiendo a Burke, la Constitución plasmaba que la política era "el arte de lo hacedero", en un momento como aquel en el que los poderes fácticos no eran una metáfora, sino una realidad, que hacía imposible, por ejemplo, celebrar una consulta democrática preguntando a la ciudadanía si se decantaba por la monarquía, o por la república.

¿Y ahora? La España autonómica, la actual vertebración territorial, no contentan a nadie. Hay quienes, desde el lado nacionalista, no ven sus aspiraciones colmadas. Hay quienes, desde una óptica general, desde una visión de Estado, observan que el desarrollo autonómico colisiona con ese principio de igualdad que, en teoría, consagra la misma Constitución. Tener una titulación idéntica, superar las mismas oposiciones, desempeñar el mismo trabajo no supone la misma remuneración en todas las Comunidades Autónomas. Ello por no hablar del reparto de los dineros, asunto con el que tanta demagogia se hace desde diversos y opuestos discursos. Y hay carencias imperdonables por parte de los partidos mayoritarios en el ámbito nacional. Del lado de la izquierda, no se ha articulado una concepción de España al hilo de lo que fue el legado de la mejor literatura del siglo XX: desde la generación del 98 a Blas de Otero. Se diría que, para muchos, no existe otra España que no sea la de charanga y pandereta. Y vive el cielo que la hay. Del lado de la derecha, al PP le falta mucho para convertirse en un partido conservador europeo despojado de la caspa de la España cañí y de la majeza a la que tanto ama y emula la Presidenta madrileña, despojado también de un clericalismo rancio.

Treinta años después el "sugestivo proyecto de vida en común" sigue sin alcanzarse. Treinta años después, hay discursos que anteponen el territorio a la ciudadanía. Treinta años después, las reformas que parecen necesarias no quieren ser llevadas a cabo, tal vez porque para ello se necesitaría un clima de acuerdo generalizado que hoy no existe. Treinta años después, las dos generaciones que se incorporaron a la población contemplan sin entusiasmo la existencia de problemas que parecen enquistados de forma inquietante.

Aquí no nos apodera la nostalgia, sino la tristeza. Y es que, dejando de lado que la Constitución del 78 no es un dechado de perfecciones, el problema radica en que, vistos los fallos, padecidas las ambigüedades, no hay en la vida pública capacidad para la corrección, para salir al encuentro de los problemas y descontentos con voluntad de atajarlos. Lo que hay es resignación, no tanto porque los mayores problemas planteaos sean irresolubles, sino porque no existe voluntad para que dejen de estar irresolutos.

De entonces a esta parte, la vida pública, en especial, la vida política, es mucho más mediocre. De entonces a esta parte, la mal llamada clase política se ha llenado de profesionales que la parasitan. De entonces a esta parte, el clientelismo ha ido viniendo a más. De entonces a esta parte, en la medida en que la política socioeconómica de los distintos partidos es cada vez más similar, la crispación más burda subió más enteros. De entonces a esta parte, va in crescendo la impresión de que esta segunda restauración borbónica, se parece mucho -mutatis mutandis- a la primera.

De entonces a esta parte, se demanda un espíritu regeneracionista, que el legendario Diógenes no encontraría por mucho que lo buscase en todos y cada uno de los rincones de la vida pública.