Carlos de Inglaterra cumplió 60 años y el aniversario se contó como si llevara ese tiempo esperando para heredar el trono. Los recién nacidos son exigentes -tienen el llanto pronto y estridente- pero no ambiciosos: les basta mamar y tener el culo limpio. Por el género teatral de la tragedia imaginamos grandes pasiones a los reyes y a los príncipes y por la historia, escrita a toro pasado, atribuimos consecuencias a las acciones y omisiones de reyes y herederos a los que se les pasó el arroz. En un cálculo más razonable, la espera podríamos dejarla en 30 años porque Carlos no tuvo prisa ni para casarse por primera vez (a los 33). Esperar es más cómodo cuando se hace sentado en una butaca de cuero domado por los antepasados, junto a la crepitante chimenea que ha encendido otro, con una copa de oporto entre los dedos y un lebrel a los pies. Cualquier persona, aun de la más baja cuna, se pone a esperar sentado de la forma descrita y al cabo de un tiempo no le apetecerá levantar más que una ceja para hacer comentarios cínicos.

A los 60 años la gente piensa en jubilarse, en sentarse, aunque sea sin chimenea, oporto ni lebrel, ¿los príncipes se cansarán de esperar sentados como los demás nos cansamos de actuar de pie? Son vidas distintas. Para las familias corrientes rige que los hijos salgan de casa lo antes que puedan mientras que en las familias reales lo normal es que se queden siempre primos, sobrinos y demás familia, incluidos los yernos indeseados. En la familia corriente hay muchas excepciones -hijos que se quedan a vivir con los padres- pero es más raro que los herederos de trono se independicen y mucho más que se hagan autónomos (fontaneros, camioneros...).

Tienen casas más grandes y pueden convivir mejor pero la relación no deja de mantener en la inmadurez al hijo que se pasa la vida haciendo recados a los padres, con la rabia que da.