Ahora mismo, y a la vista de las estadísticas, cualquier análisis sensato que se haga sobre la situación de los matrimonios en este país tiene que partir de una doble idea: una, que hay algo que no funciona y, dos, que no se conoce qué es, ni las causas, ni se ha hecho esfuerzo notable alguno por averiguarlo. Y es que cincuenta mil divorcios en un año no son sólo demasiados: son una exageración, se tome para porcentuarla la referencia que se prefiera.

Y no se trata de estudiar la cuestión desde una perspectiva religiosa o agnóstica, eclesial o civil; sólo de certificar que se habla de una ruptura de relaciones maduras en general y libremente aceptadas, lo que lleva a la conclusión de que, o quienes las asumieron ignoraban de qué iba o, por el contrario, estaban mucho más verdes de lo preciso. Y si cualquiera de las dos hipótesis, ignorancia o inmadurez es mala, una reflexión sobre la sociedad en que se dan podría ser peor todavía.

Dicho eso, que naturalmente es sólo una opinión, conviene añadir otros datos que son ya medibles y, por lo tanto, en cierto modo, objetivables; aparte los divorcios, hay aquí otras rupturas no contabilizadas por afectar a relaciones que no presentan el status de oficiales, del mismo modo que existen bastantes que no se oficializan por imposibilidad de sus miembros para hacer frente de forma individualizada a las obligaciones contraídas en común.

En este último capítulo aparecen ejemplos a los que se refieren -con alguna boutade del todo identificable- los invitados de FARO: parejas cuyo divorcio se ratifica, pero que se ven obligadas con los riesgos consiguientes a seguir viviendo juntas por carecer de recursos para, por ejemplo, pagar la hipoteca del piso común o los alquileres separados de cada uno. O bien, por citar otros casos, la decisión de no acudir a los tribunales por no hacer frente a situaciones posteriores en que se penaliza económicamente la separación, como desde hace años se penaliza a los viudos o las viudas.

En estos últimos aspectos, y algunos más que podrían añadirse, convendría reflexionar sobre la compatibilidad entre las prédicas políticas en estas materias y las prácticas que tanto el Gobierno central como no pocos autonómicos aplican. Se han derogado derechos económicos y sociales en decisiones que empeoran los status de divorciados o separados, y se ha hecho sin que nadie de entre los muchos "salvadores" de la patria constitucional que hay por aquí dijesen ni pío. Porca miseria, en verdad.

Ahora queda por ver si los que teorizan sobre las medidas a habilitar "para la gente" las llevan a cabo, primero -lo que no está del todo claro aún-, y, segundo, hasta qué punto sirven para todos, incluyendo las cincuenta mil parejas que, según alguna estadística, se divorciaron en lo que va de año.

¿Eh...?