Había alegría en los rostros de aquella foto tomada el verano de 2007 en la casa paterna de Saians, atrás la ría de Vigo como horizonte calmo hendido al fondo por las siluetas isleñas de las Cíes. Juan Camilo y su mujer Mari Geli en el centro, sus padres Carlos Mouriño y Ángeles Terrazo en los extremos y los brazos entrelazados en un gesto de complicidad afectiva, de clan familiar, compacto. Cerca, correteando, estaba aquella niña con la que Camilo había aparecido desde el interior de la gran casa cogido de la mano y que ya no podrá ver nunca a su padre.

¿Quién podía imaginar que casi un año y medio más tarde la muerte de Iván, que así le decían en la intimidad, iba a truncar esa armonía familiar, quién que ya nunca más se podría hacer otra foto con los suyos? Aquel Juan Camilo de 36 años que me recibió sonriente en la casa paterna de Saians vestía de un modo aparentemente despreocupado y deportivo, aunque pudiera ser que la marca de su ropa la firmara Ermenegildo Zegna. Delgado, de tez clara, ojiverde, al poco de sentarnos en un salón de su casa (con su padre siempre a mi espalda pero a su frente escuchando como distraídamente la entrevista mientras leía el FARO), el que ya estaba postulado como mano derecha del presidente mexicano, Felipe Calderón, luego ministro del Interior, se me antojó como una persona sencilla en las formas, nada engolado ni empachado por la riqueza de clase.

Expresivo, lo justo. Más bien contenido, sobrio en sus palabras, pero sin llegar a ese límite que crea distancias y bordea la antipatía. Por el contrario, emanaba una imagen de amabilidad, de hombre que gusta de la familia y mantiene lazos estrechos con sus progenitores. Quien tuve enfrente, aquel con el que paseé por la finca sobre el mar de la casa paterna, no era un Crisóstomo, un orador nato, uno de esos "boquitas de oro" de la política, pero exhibía ideas claras y talante práctico en el deseo de aplicarlas. Podría creerme, tras casi dos horas con él, que un hombre que administra tan bien sus silencios y sus formas sólo podría tener enemigos interesados por razones políticas o económicas pero difícilmente en su vida personal y cotidiana.

Aunque madrileño de nacimiento y gallego de ascendencia y vivencia trasplantado a México a los 6 años, sacó a colación más de una vez en la entrevista su mexicanidad, su sensación de pertenencia a aquellas tierras, de igual modo que destacó su celtismo desde que en la infancia los Reyes Magos le traían una camiseta celeste que los de Oriente se empeñaban en renovarle cada año.

Un hombre con el miedo justo, a pesar de haber sido secuestrado una vez de amarga memoria. La entrevista que le hizo FARO el pasado año fue recogida en diversos medios mexicanos y objeto de endiablada liza con una idea de fondo: poner en cuestión su "DNI", su nacionalidad mexicana.