El miedo a quedarse sin trabajo ha disparado en un 50 por ciento las visitas de los españoles al psicólogo o al psiquiatra, aunque no es seguro que estos profesionales -por eficientes que sean- vayan a proporcionarle un empleo a los cientos de miles de personas que lo han perdido en el último año. Ni a los que previsiblemente lo perderán en los próximos meses.

La crisis nos está volviendo locos. Tanto es así que el Gobierno ha decidido tomar cartas en el asunto con la creación de un Observatorio de la Salud Mental desde el que el ministro de Sanidad, Bernat Soria, oteará los trastornos de conducta que la desaceleración acelerada pueda causar en la ciudadanía.

De entrada, Soria observa muy atinadamente que la pérdida del empleo y la consiguiente falta de liquidez para pagar la hipoteca y demás facturas son circunstancias suficientes para originar problemas psíquicos entre los ex trabajadores que vayan ingresando en el cada día más copioso ejército del paro.

Razón no le falta al ministro. Bien pudiera ocurrir incluso que las clases medias españolas abocadas a la proletarización por mera falta de ingresos cayesen en una depresión aún más profunda que la que siguió al crash de 1929 en la Bolsa de Nueva York. A diferencia de aquella catástrofe, lo que se ha derrumbado ahora en España es el castillo de naipes de la construcción; pero el resultado es bastante similar.

No resulta probable, afortunadamente, que los españoles reaccionen a la pérdida de su empleo -sepultado bajo los escombros del ladrillo- con impulsos tan drásticos como los que llevaron a muchos inversionistas americanos a arrojarse hace ochenta años al vacío desde los edificios próximos a Wall Street. El único riesgo es que, en su desesperación, algunos de ellos decidan echarse al monte (o a la calle, que queda más cerca) para exigir al Gobierno la adopción de medidas contra la crisis que acaso estén fuera de su alcance.

De ahí lo pertinente que resulta la creación de ese observatorio que los gobernantes españoles han dispuesto para estar ojo avizor ante la posibilidad de que la crisis trastorne mentalmente a los parados. Trastorno es, después de todo, sinónimo de tumulto: y nada inquieta más a un gobierno que las tumultuarias protestas de la ciudadanía.

Más aun si se tiene en cuenta que la crisis ha empezado a causar ya sus primeros estragos entre el ciudadano de a pie o, para ser más exactos, del que va en coche. Eso asegura al menos el director general de Tráfico, Pere Navarro, que apenas hace unos días atribuyó el aumento del número de accidentes de carretera en octubre a la "preocupación por la situación económica" que, a su juicio, "afecta a la atención y concentración" necesarias para ponerse al volante. Navarro ya había achacado a un "problema psicológico" de los gallegos la alta mortalidad que se registra en las carreteras de este reino, lo que confiere un especial valor a su opinión.

Como quiera que sea, el notable incremento en la afluencia de pacientes al psicólogo no deja de añadir un punto de dramatismo a la ya de por sí inquietante crisis. Sabido es que los psicólogos son los primeros en aparecer cada vez que se produce un accidente de aviación, un atentado o cualquier otra catástrofe con número abundante de víctimas.

Algo de catastrófica ha de tener, por tanto, la recesión que ya ha empezado a cobrarse sus primeros muertos en la carretera, de acuerdo con el autorizado juicio del encargado de canalizar el tráfico en España. Si a ello se añade la creación de un Observatorio de la Salud Mental que, entre otras tareas, se ocupará de proporcionar cuidados psicológicos a los desempleados y demás víctimas de la crisis, no queda sino concluir que estamos ante un desastre de grandes proporciones. De la locura del ladrillo hemos pasado a la del paro. Y ya que España se argentiniza, parece natural que esta sea la hora de los psicólogos.

anxel@arrakis.es