La reactivación de la polémica sobre los límites que debe tener un estado definido constitucionalmente como laico (o en otras palabras el viejo debate sobre la definitiva separación de poderes entre la iglesia católica y el estado español) ha coincidido en el tiempo con el inicio de las fiestas de San Fermín. Ese alegre tumulto para el que nos venimos preparando, con impaciencia creciente, desde el 1 de enero, el 2 de febrero, el 3 de marzo, el 4 de abril, el 5 de mayo y el 6 de junio de cada año, hasta que aparece en el calendario el tan esperado 7 de julio y comienza el jolgorio. Llegada esa fecha, y sonando las doce horas del mediodía en el reloj del ayuntamiento de Pamplona, un concejal sale al balcón y da el grito de ¡Viva San Fermín!, que es coreado por la multitud que se apretuja en la plaza, con el pañuelo rojo al cuello y la bota de vino colgada del hombro. Desconozco cuántos de los que festejan al santo, bailando, emborrachándose, o corriendo delante de los toros, son católicos practicantes, o creen en Dios. Ni cuántos de entre ellos tienen una idea siquiera aproximada sobre quien era en vida el tal Fermín. Un pamplonica, algo iluminado, que predicó el cristianismo en la Galia, fue primer obispo de Amiens, y luego, encarcelado y decapitado por las autoridades romanas, de antes de la conversión de Constantino. La circunstancia de que sus reliquias fuesen trasladas a la ciudad navarra, un 7 de julio de 1711, ha dado lugar a este barullo. El nexo causal entre una cosa y la otra es tan oportunista como cualquier relación que pueda ser establecida entre una figura del santoral y una verbena popular, pero así funciona esto desde hace siglos. Cambiar esa rutina es prácticamente imposible. ¿Cómo íbamos a celebrar el San Fermín sin San Fermín, la semana santa sevillana sin la Macarena, y el 25 de julio compostelano sin Santiago Apóstol? Y algo parecido podríamos decir de unas Navidades sin el portal de Belén y sin el niño que está en la cuna. Las reformas de protocolo son lentas por naturaleza y suelen provocar más polémica que los profundos cambios del comportamiento humano, que se producen casi inadvertidamente y no se patentizan hasta que el bizcocho social no aumenta de tamaño por fermentación. Por ejemplo, los matrimonios civiles le van comiendo cada vez más terreno a los religiosos, y muchas parejas estables tienen hijos sin casarse bajo ninguna de las dos formas. Estos días, durante el congreso del PSOE se habló de suprimir los funerales de estado con presencia sacerdotal, y eliminar la Biblia y los crucifijos en algunos espacios públicos y en la toma de posesión del gobierno central. Al final, la propuesta quedó muy limitada por decisión del presidente Zapatero. Pero el asunto más importante (el pago por el estado de la nomina eclesiástica, la subvención de las actividades caritativas, y los conciertos con de los colegios religiosos) continua como antes. Suprimir la presencia de algún que otro crucifijo no equivale a descristianizar un país. Y poner un crucifijo sobre la cama, o un Sagrado Corazón en la puerta del domicilio tampoco es sinónimo de felicidad conyugal ni de cristiana convivencia. A muchos de los que se tiran a diario de los pelos les gusta esa ornamentación.